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Semana Santa ¿Se refleja usted en ella?

AL humo de las pocas candelerías que se han encendido llega la hora de reflexionar sobre una Semana Santa cada vez más sofisticada, desnuda, decadente y vulgarizada como celebración principal de la ciudad. Muchas, muchísimas estampas que se han podido ver en la calle y en el interior de los templos gracias a esa suerte de Gran Hermano en que se han convertido las retransmisiones, provocan serias dudas sobre si Dios estaría en determinados lugares, porque es de suponer que si quitáramos a Dios se caerían los pilares maestros de un edificio imponente llamado Semana Santa. ¿O tal vez no?

La fiesta se ha vulgarizado. Está ordinaria. La verdad es que lleva estándolo muchos años. Pero ahora todo el mundo lo sabe por efecto de la televisión. Las cámaras desnudan al extremo la Semana Santa, lo enseñan todo. Hasta se han metido debajo de un paso durante una chicotá. Vemos los poros de la piel por los que sudan los costaleros. La cultura del aplauso y de la ovación triunfan vergonzosamente cuando el hermano mayor de turno anuncia la suspensión de la estación de penitencia o la decisión de echar la cofradía a la calle bajo un cielo panza de burra. Qué más da. El caso es hacer ruido. Son nazarenos los que baten palmas como en la grada de un estadio o en el auditorio de un concierto. Y venga a aplaudir hasta en el Salvador, con una cofradía de negro ruán y en una tarde de Jueves Santo. Menos mal que en este caso el hermano mayor llamó al orden. El mal gusto que se aprecia en la calle, sobre todo el Domingo de Ramos, ha hecho metástasis y afecta al corazón mismo de la fiesta: la cofradía dentro del templo. Quizás ya lo hacía desde antes, pero la diferencia -ay, sustancial diferencia- es que ahora se difunde.

Tal vez la masificación de los años ochenta y noventa haya pasado, pero los efectos no sólo siguen vigentes, sino que se multiplican. La desnudez de la Semana Santa enseña a cientos de nazarenos descubiertos en el templo, en actitudes poco recomendables. Esa falta de cáscara exhibe a hermanos mayores en momentos de apuro (salir o no salir por el riesgo de lluvia) que más pareciera que estuvieran a punto de pulsar el botón rojo del comienzo de una ofensiva nuclear. Una serie de intervenciones cuando menos irrisorias, con honrosas excepciones, y en el peor de los casos, unos discursos pueriles que dan la razón a la autoridad eclesiástica cuando demanda una mayor formación de los cofrades. Hay que pensar que en ese Gran Hermano nos ven todos: los amantes de la Semana Santa y los detractores de ella, los que miran la fiesta sin prejuicios y quienes se quedaron tocados porque el cura del colegio les dio tres voces. Todos.

La sofisticación que aqueja a la Semana Santa ha dejado cofradías dentro del templo. La consagración de los porcentajes ha sido una vez más patológica. Cualquier meteorólogo es adorado como el nuevo vellocino de oro. Hay días en los que no hacía falta llamar a los técnicos, el cielo hablaba sin necesidad de intérpretes. Pero en otras ocasiones, de no haber mediado los porcentajes, hay cofradías que hubieran podido salir. Esta sofisticación es generalizada. Viene al caso el cofrade que acudió a comprar un capirote. La dependienta lo sometió a un interrogatorio inesperado: "¿Lo quiere con badana o sin badana? ¿Con forro o sin forro? ¿De rejilla o de cartón?" El hombre, algo entristecido, apenas acertó a responder: "Yo quiero un capirote, un cartón, de los de toda la vida".

Esta Semana Santa desnudada y sofisticada también está cada vez más sucia y maleducada. Es víctima de los comepipas, a los que igual da estar delante de una cofradía que en la sala de un multicines. Se trata, al fin y al cabo, de ver el espectáculo. Qué más da si desde una butaca tapizada o desde una sillita plegable de los chinos. La clave es estar sentado. Y rumiar, consumir por consumir, jamar algo para reducir la sensación de espera. Una Semana Santa de ñam-ñam, como es una Semana Santa de espectadores vestidos como jugadores de baloncesto en cuanto el sol aprieta levemente, o de costaleros escapados de la tripulación de Sandokán. ¿Pero no era la estética uno de los pilares de esta celebración, esa Sevilla que sabía moverse sabiamente en la bulla y comportarse según la ocasión? Tururú.

El estado en el que queda cada noche la carrera oficial guarda poca diferencia con el escenario posterior a una macrobotellona en el Charco de la Pava. No hay un ápice de exageración en la comparación. Los operarios de Lipasam recogieron hasta botellas de alcohol de alta graduación de entre los restos de la calle Sierpes la noche del Domingo de Ramos. Qué poco le duelen la ciudad y la Semana Santa a este público de pago, supuestamente la flor y nata de la Semana Santa, entre los que habrá una legión que durante el año graznen hipócritamente de los niñatos de la botellona y del horror en que el gobierno local ha convertido el centro.

Peligrosamente desnuda, reveladoramente sucia, catetamente vestida, ordinariamente vulgarizada. ¿Se reconoce usted en esta Semana Santa? ¿Se refleja en una fiesta en la que todavía colea lo peorcito de la post-masificación? Una Semana Santa en manos de los druidas de las isobaras, donde ya no tiene sentido el capote para librar de la lluvia al Señor, huérfana de espontaneidad, donde los hermanos mayores o comisionados toman decisiones como forofos o anuncian que la cofradía saldrá al mismo tiempo que precisan los templos donde se habrá de buscar refugio. El mundo al revés. Y retransmitido para todo el orbe.

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