Crítica de Ópera

Fidelio envejecido e inerte

Un instante de 'Fidelio', durante su ensayo general en el Teatro de la Maestranza.

Un instante de 'Fidelio', durante su ensayo general en el Teatro de la Maestranza. / juan carlos vázquez

Diez años cumplía la producción de José Carlos Plaza de este Fidelio para el Maestranza, y su rescate ha permitido confirmar que lo que en origen resultaba acartonado continúa siéndolo, pero ahora además se ha convertido en viejo y enfático. Esa enorme losa que en medio de la oscuridad gravita sobre los personajes durante casi toda la obra como símbolo de la opresión y la tiranía es la misma que ha caído sobre una idea que quiere desarrollarse en el terreno de lo conceptual, pero que naufraga justo cuando se sale de él. Así, los toques realistas con los presos torturados del fondo y sus referencias inequívocas a Abu Ghraib, no es que resulten ya fuera de contexto, es que provocan incomodidad, sobre todo, porque Plaza empieza usándolos justo en dos números (el aria de Rocco y el trío del primer acto) que corresponden a la parte cómica, ligera, dieciochesca, del singspiel beethoveniano, que parece no interesar ni al director escénico ni al musical, tal es el grado de inanidad de todos los números que se relacionan con ella. Los toques costumbristas resultan aún más desafortunados, sobre todo, porque parecen una concesión populista sin sentido en el engranaje de la obra: esos tres naranjitos con naranjas primaverales apilados en forma de pirámide y el skyline sevillano del final, tras la tediosa coreografía que acompaña a la interpretación de la Obertura Leonora III (que al menos sirve para quitar la losa de la vista del espectador y para que de una vez llegue la luz a la escena), no son sino intentos por ganarse el aplauso fácil. Por supuesto hay detalles de iluminación (el Cuarteto del primer acto) y de cromatismo (todas las gamas de los ocres) muy sugerentes, pero es que además de lo apuntado falta drama, falta convicción en la conformación de unos personajes que nunca se definen.

Pedro Halffter nunca ha convencido como beethoveniano, y ayer mostró algunas de sus carencias desde una obertura hecha a trompicones, en la que tampoco ayudó una orquesta (¡esas trompas!) que pareció fuera de tono casi toda la noche. El ritmo alicaído de las dos primeras escenas se hizo aún más acuciante en un Finale del primer acto que se arrastró inmisericorde, y ello a pesar de la estelar entrada del Coro, que ofreció una profundidad y unas gamas dinámicas de prodigioso efecto. Lo mejor de la representación. Menos redondo resultó en el final del segundo acto, algo desequilibrado hacia las voces femeninas.

Aunque sus agudos son un tanto opacos y la proyección no especialmente poderosa, Elena Pankratova mostró fiato, homogeneidad, sólidos graves y unas agilidades aceptables en su peliaguda aria, que salvó con nota. La poderosa voz de Roberto Saccà no empezó demasiado en su sitio en un aria dicha con más esfuerzo que sutileza, aunque se centró luego en los números de conjunto, salvo en un cuarteto que pareció un concurso de gritos. Thomas Gazheli es el malo malísimo de la ópera, pero eso no significa que renuncie a cantar su parte por ofrecer todo un rosario de efectos histriónicos apoyados en la potencia, los ataques y los acentos. Le faltó línea. La que sí tuvo un Wilhelm Schwinghammer más académico que expresivo. Mercedes Arcuri puso encanto lírico en un aria machacada por un acompañamiento plano y resistió con aplomo y buena proyección sus difíciles números de conjunto. Bien Beñat Egiarte.

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