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Crítica de Cine cine

El nacimiento de… nada: un fracaso merecido

Nate Parker, en el centro, protagoniza y dirige esta película que pretende refutar el clásico de D. W. Griffith.

Nate Parker, en el centro, protagoniza y dirige esta película que pretende refutar el clásico de D. W. Griffith.

Thomas Dixon nació en 1864, un año antes del final de la Guerra de Secesión, en el seno de una rica familia de hacendados baptistas que vivía en la contradicción de oponerse al abolicionismo y poseer esclavos que habían heredado junto a las propiedades, a la vez que les repugnaba la esclavitud y se oponían al maltrato de los negros. Su infancia y adolescencia estuvo marcada por la humillación de los sureños sometidos a los abusos de los aventureros y explotadores del norte que aprovecharon, tras la derrota, la debilidad o desaparición de la élite económica y el desmantelamiento de las instituciones sueñas para enriquecerse. Es el período conocido como la Reconstrucción (1865-1877). Ello le convirtió en un reaccionario resentido y ferviente racista. Fruto de ello fue su novela The Clansman (1905), un canto al nacimiento del Ku Klux Klan.

David W. Griffith nació en 1875, dos años antes del fin de la Reconstrucción, hijo de un coronel confederado que murió en 1885 dejando a su familia en la pobreza, perdidas sus tierras y obligada a emigrar a Louisville. Se ganó la vida como actor, desembarcó en la naciente industria cinematográfica y se convirtió en director en 1908. Cinco años más tarde era uno de los más prestigiosos directores del nuevo centro del cine, Hollywood, y en 1915 erigía el monumento fundacional del cine americano y de la narrativa cinematográfica clásica, El nacimiento de una nación, basada en The Clansman. Unía a Dixon y a Griffith el resentimiento contra los vencedores que habían humillado y explotado el Sur, arruinando a sus familias, pero les separaba el talante. Pese a que la película es, como la novela, un canto al nacimiento del KKK, Griffith no era un reaccionario racista como Dixon. Al año siguiente rodaría Intolerancia, colosal denuncia de la intolerancia a través de los tiempos, y su penúltima película fue un canto a Abraham Lincoln. La historia es compleja y contradictoria.

Sin todo lo anterior no puede entenderse por qué el debutante Nate Parker ha elegido el título de la obra de Griffith para su peculiar versión de la vida de Nat Turner, un esclavo que en 1831 encabezó una revuelta de negros esclavos y libres que recorrieron durante dos días las tierras de Virginia asesinando a cuantos blancos -hombres, mujeres y niños- encontraban. El balance de esta breve y mesiánica rebelión -Turner se creía guiado por Dios- fue de 60 víctimas blancas, 55 negros ahorcados, entre ellos el propio Turner, y un endurecimiento de la ya de por sí inhumana esclavitud que causó centenares de víctimas. Para Parker, como para muchos afroamericanos, Turner es una especie de Espartaco negro. Titulando su película como la de Griffith pretende dar la vuelta a aquella exaltación del KKK mostrando la verdad histórica de la esclavitud. Desgraciadamente para él, la película racista de Griffith es una obra maestra de fundamental importancia histórica y la suya es un pésimo y sanguinolento panfleto mal rodado y, por ello, ineficaz como reivindicación. Pese a ganar un premio en Sundance, la crítica ha sido dura con ella y el público le ha dado la espalda. Con razón en ambos casos.

Parker, que interpreta la película además de dirigirla, ha escogido en la primera parte el camino equivocado del telefilme y en la segunda el aún más equivocado del tremendismo efectista, mal filmado y peor administrado. Sumando un tercer error aún más grave al permitirse ciertas ridículas libertades poéticas y simbólicas, cursis y mal insertadas. Denunciar lo repugnante -la aberración inhumana de la esclavitud- no convierte en buena a una mala película que además tiene un tufo de insinceridad oportunista (aunque su carrera a los Oscar, siguiendo la estela de la muy superior 12 años de esclavitud, se ha visto frenada al descubrirse un escabroso suceso protagonizado por el director). La delata, entre otras cosas, la utilización de la música. Desde la enfática banda sonora de Henry Jackman hasta el retórico uso de Strange Fruit de Billie Holiday en el travelling que, partiendo de una mariposa posada en el pecho de un niño, muestra los cuerpos de unos ahorcados. Por no referirnos al grotesco final con visión angélica incluida.

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