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Buñuel en el laberinto de las tortugas | Crítica

Superrealismo animado

Basada en la novela gráfica del mismo título de Fermín Solís (2008), Buñuel en el laberinto de las tortugas recrea desde la técnica de animación bidimensional un episodio esencial de la Historia del cine español, la gestación y el rodaje de Las Hurdes, tierra sin pan (1933), el documental con el que Luis Buñuel debutaba oficialmente en el nuestro cine después de sus éxitos y escándalos en el orbe surrealista parisino con Un perro andaluz (1929) y La edad de oro (1930).

Una operación ésta de cierto prestigio cultural que se nos antoja destinada a captar público joven para una causa historiográfica envuelta en un anecdotario conocido por cualquier cinéfilo que se precie: a saber, que la película nacía en pleno contexto de las Misiones Pedagógicas con una clara voluntad regeneradora de la España más atrasada, que venía auspiciada por el estudio antropológico publicado por Maurice Legendre unos años antes, que pudo financiarse gracias al boleto de lotería premiado de Ramón Acín, escultor anarquista y amigo íntimo del cineasta, y que se rodó con un pequeño equipo sobre el terreno con unas maneras poco ortodoxas de acuerdo a los axiomas del género documental, a saber, con Buñuel alterando, manipulando o recreando algunas escenas con el fin de reproducir para la cámara acontecimientos que, en todo caso, sucedían a diario en aquella zona tan depauperada de Extremadura.

De todo ello da cuenta este filme de animación algo plana y limitada que recrea la tipología de sus personajes reales, poniendo incluso voces con acento aragonés o extremeño, para convertir el episodio de aquel rodaje en un relato sobre ciertos valores republicanos, una amistad personal (observada en un tono de amable picaresca) y en un retrato del joven cineasta en el que los sueños funcionan como explícita revelación de sus fantasmas creativos, sus conflictos edípicos o su por entonces ya deteriorada relación con Dalí.

Un filme de voluntad didáctica, aliento lírico, trazo demasiado limpio y narración precisa al que le sobra empero un cierto tono edulcorante y toda esa música empeñada en reblandecer y dar vuelo sentimental a la aventura. Salvador Simó sí ha tenido el acierto de incorporar imágenes del filme original que permiten contrastar la mirada original con su recreación y que nos recuerdan que, en aras de un realismo sórdido y monstruoso de denuncia y acción política, el acercamiento de Buñuel a aquellas tierras, ritos y gentes no andaba tan lejos del surrealismo de sus dos películas precedentes.