Retrato de una mujer en llamas | Crítica

La pasión es lo que arde

Ganador del premio al mejor guion en el pasado festival de Cannes, el cuarto largo de la francesa Céline Sciamma sigue interesándose por la condición femenina, ya sea desde la identidad de género (Tomboy), la sororidad de las jóvenes millennials de la banlieu (Bande des filles) o, como ahora, las pasiones soterradas y arrebatadas entre dos mujeres en un contexto histórico lejano que sirve como marco para desplegar referencias literarias (de las Brönte a Austen), mitológicas (Orfeo y Eurídice) y pictóricas (recreadas al mejor estilo naturalista de un Néstor Almendros) que se trasladan a la pantalla con una poderosa y lírica elocuencia.

En una isla de la Bretaña francesa hacia 1770, el recuerdo del encuentro entre una joven pintora de retratos (Noémie Merlant) y la hija (Adèle Haenel) de una señora (Valeria Golino) que le ha hecho el encargo para así poder casarla en Italia, se revela y modula como un relato de pasiones contenidas, miradas, gestos y un tiempo propio que se cuecen a fuego lento, entre paseos, roces y juegos suicidas, delante y detrás del caballete, pincelada a pincelada, en un universo plenamente femenino sin presencia del hombre, en una intimidad compartida (también con la sirvienta cómplice que abre el relato a otros estratos y problemas femeninos) que revela esa prisión social que sólo puede combatirse tras la puerta, en la noche fantasmal, en los recovecos de los acantilados, entre susurros o en la imaginación febril y la fantasía.

Sciamma captura esa torrencial corriente de deseo escrutando las miradas de ida y vuelta, conteniendo las palabras, haciendo de la pintura y sus procesos (no es difícil recordar aquí al Rivette de La bella mentirosa) el vaso comunicante entre estas dos mujeres, construyendo a su alrededor una burbuja, una habitación propia donde poder cobijar un apasionado romance que se convierte en toda una metáfora del combate contra la cárcel y el sometimiento femeninos en aquel y cualquier tiempo.

Y también, como en anteriores películas, la música, apenas usada en dos momentos, actúa y se revela aquí como catalizadora y condensadora de ideas y tiempos, desde la escena nocturna en torno al fuego donde se reúnen todas las mujeres de la isla, a ese eco sobre la tormenta del Verano de las Cuatro Estaciones de Vivaldi que hace estallar al fin, en un memorable primer plano sostenido, las emociones y el recuerdo callados de esta hermosa historia de amor asomada al abismo de la tragedia.