El asesino de los caprichos | Crítica

Filmar guiones (malos)

Aura Garrido y Maribel Verdú, dos mujeres empoderadas en 'El asesino de los caprichos'.

Aura Garrido y Maribel Verdú, dos mujeres empoderadas en 'El asesino de los caprichos'.

A pesar de los muchos años de experiencia como productor y director, o precisamente como consecuencia de ello, Gerardo Herrero sigue confundiendo la tarea del cineasta con el mero hecho de filmar guiones, a saber, con resolver con oficio y voluntad meramente funcional sin salirse de los márgenes que marcan el papel escrito y el diseño de producción.

El asesino de los caprichos, su decimonoveno filme, es otra buena muestra de sus limitaciones, un thriller sobre –¡acertaron!- un asesino que imita los famosos caprichos de Goya en la puesta en escena de sus crímenes selectos entre la alta sociedad madrileña aficionada al mercado del arte, cuya deriva policiaca empoderada (Herrero siempre sabe llegar a tiempo de la actualidad informativa), complementario protagonismo femenino y desarrollo argumental, con un doble final en falso del que aún no nos hemos recuperado, se quedan siempre a leguas de lo que cualquiera hubiera esperado de una trama y un género con esas cartas.

No basta con rebajar la paleta de color, ni con filmar una persecución en coche por el barrio de Salamanca, ni por dibujar a nuestra protagonista, interpretada por Maribel Verdú, como una mujer amarga, algo masculina, obsesiva y dura, para hacer de esta película algo medianamente interesante que vaya más allá de la rutinaria y trilera pesquisa (esto no deja de ser el clásico whodunit) de encontrar al asesino, al tiempo en que se intenta dibujar en vano una pequeña crítica al actual contexto político y de clase.