De libros

Un Byron del siglo XX

  • En vísperas de la aparición del final de la trilogía donde Leigh Fermor recreó su legendario viaje transeuropeo, Artemis Cooper publica una apasionada biografía del gran escritor y aventurero.

Patrick Leigh Fermor. Artemis Cooper. Trad. Dolores Payás. RBA. Barcelona, 2013. 480 páginas. 25 euros.

Vinculada a Patrick Leigh Fermor a través de su abuela, lady Diana Cooper -corresponsal de Evelyn Waugh y gran amiga de aquel-, Artemis Cooper ha escrito una hermosa biografía en la que llevaba años trabajando, aunque se comprometió a no publicarla hasta después de la muerte de su biografiado, al que se refiere en todo momento, como hacían los integrantes de su círculo, con el familiar Paddy. Leigh Fermor fue un héroe de novela y no hay duda de que Cooper lo adoraba, pero es imposible no sentir devoción hacia quien fue no sólo uno de los últimos viajeros genuinos del siglo XX, sino también un excelente escritor cuya obra, aun siendo escasa, señala una cumbre de la narrativa en lengua inglesa. La biografía de Cooper recuenta o matiza muchas de las peripecias de las que el propio Paddy habló en sus libros, pero completa huecos importantes como los referidos a la personalidad de sus padres, sus relaciones sentimentales o los estrechos vínculos con su editor, el benemérito John (Jock) Murray, que lo alentó siempre en su trabajo. Deja claro que Leigh Fermor tuvo otras muchas amigas y amantes, pero se refiere sobre todo a las dos principales mujeres de su vida, la princesa rumana Balasha Cantacuzene y, sobre todo, la fotógrafa Joan Rayner, con la que el escritor se casó y mantuvo durante décadas una relación libre, hasta la muerte de ella en 2003. Por su espíritu festivo, podría decirse que Paddy vivió como en una vacación perpetua, pero lo decisivo es que supo volcar su sabiduría y su experiencia en un puñado de libros memorables.

No tenía veinte años cuando, después de una adolescencia disoluta al estilo de Cuerpos viles, la deliciosa novela de Waugh donde se retrata la vida alegre de la Bright Young People, decidió abandonar los estudios y su idea de ingresar en el ejército para emprender una inverosímil peregrinación a pie desde Rotterdam hasta Constantinopla -un año y tres semanas, entre 1933 y 1934- que más de cuatro décadas después narró en su obra maestra, formada por El tiempo de los regalos (1977), Entre los bosques y el agua (1986) y una prometida tercera parte (The Broken Road) que no llegó a concluir, cuya esperada edición póstuma -a partir del único de los diarios que sobrevivió al viaje y de un mecanoescrito titulado A Youthful Journey (1963)- correrá a cargo de la propia Cooper. Dotado de un indudable magnetismo, Paddy era un muchacho encantador que sentía una curiosidad infinita y se mostraba siempre dispuesto a escuchar. Tenía la virtud de transmitir alegría, la capacidad para intimar con desconocidos y ganarse su confianza en apenas unos minutos, el don de hacerse querer donde quiera que fuera, un temperamento hedonista que le hacía imposible rehusar un trago, una mirada tierna o una buena historia. En sus largas caminatas, memorizaba poemas o canciones, ya entonces obsesionado por las migraciones de pueblos y la complejidad cultural de Europa.

Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Leigh Fermor había aspirado a integrarse en la prestigiosa Guardia Irlandesa, pero su conocimiento del francés, el alemán, el rumano y el griego hizo de él un hombre valioso a ojos de los responsables del Cuerpo de Inteligencia. Encuadrado en los Servicios de Operaciones Especiales, fue destinado a Grecia y permaneció en Creta tras la espectacular conquista de la isla por los paracaidistas alemanes, haciendo de enlace entre la resistencia y el mando británico. En este difícil contexto tuvo lugar la gran hazaña de su vida: el secuestro del general Kreipe, a quien logró esconder y sacar de Creta, y también una de las anécdotas que él mismo consideraba reveladoras de aquellos años trágicos. Amanecía al pie del legendario monte Ida cuando el general empezó a recitar en latín la oda de Horacio: "¿Ves cómo, resplandeciente de alta nieve, se yergue el Soracte…?". Paddy lo oyó y continuó hasta el final el poema, ante la asombrada mirada de su prisionero. De alguna manera, ambos comprendieron en ese momento mágico que compartían un legado común que los unía más allá de las vicisitudes de la guerra. Años después, el otro protagonista inglés de la aventura, Billy Moss, escribiría un relato de la misma en Mal encuentro a la luz de la luna, que no gustó a Paddy porque mostraba cierta desconsideración hacia la figura del general alemán y, sobre todo, un exceso de condescendencia hacia los bravos cretenses.

Cuando acabó la guerra, Paddy había atesorado experiencias imborrables y recibido honores por sus valerosos servicios durante la contienda, pero seguía siendo un treintañero de profesión incierta que no había ido a la universidad ni ejercido un trabajo propiamente dicho. Se le buscó ocupación -aunque de hecho sin funciones definidas- en el Instituto Británico de Estudios Superiores de Atenas que dirigía Steven Runciman, por entonces ocupado en su formidable Historia de las Cruzadas. Paddy se mostró útil, sin embargo, a la hora de contrarrestar el sentimiento antibritánico que trataban de difundir los comunistas y su salida a tiempo del British Council le evitó enfrentarse a la guerra civil que desgarró el país tras la victoria aliada. En los años posteriores, tras una estancia en el Caribe -de donde tomaría la materia para su única novela, Los violines de Saint-Jacques (1953)- y el continente americano -que inspiró su primer libro, El árbol del viajero (1950)-, Paddy llevó una vida errante por distintos países de Europa, hasta que se estableció en Grecia -primero en la isla de Hidra, luego en Kalamitsi o Kardamyli, en el Peloponeso- sin dejar de viajar como lo hizo siempre.

Era un vividor y un noctámbulo empedernido, pero al mismo tiempo le atraía la vida monástica -Un tiempo para callar (1957), se titula el libro donde reunió sus textos sobre la soledad de los monasterios- y sentía de vez en cuando la necesidad de retirarse. A menudo se ha comparado a Paddy con Byron y la propia Cooper lo hace, aunque a Leigh Fermor, que admiraba sin reservas al poeta, no le satisfacía el paralelismo. Grandes seductores e incluso parecidos físicamente, ambos fueron hombres de acción, cruzaron a nado el Helesponto y sostuvieron una visión idealizada de Grecia que no excluyó la disposición al sacrificio, pero es verdad que el carácter torturado del poeta tiene poco que ver con la actitud siempre dichosa y agradecida de Paddy, un ser esencialmente feliz que jamás se desprendió de esa inocencia indestructible con la que conquistó a media Europa. Por lo demás, Leigh Fermor -a quien nadie, aunque no cultivara el verso propio, podría negar la condición de poeta- llegó a saber de la historia milenaria de Grecia mucho más de lo que Byron aprendió nunca, como queda de manifiesto en los dos maravillosos libros -Mani (1958) y Roumeli (1966)- que dedicó al país en el que buscó "algo más que la dispersa y hermosa osamenta del mundo antiguo". Pero es cierto que ambos encarnaron, cada uno a su modo, ese noble sentimiento que los griegos llaman filohelenismo, que no se limita -aunque desde luego lo incluye- al amor por el territorio.

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