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El mundo sigue | Crítica

Retablo de infortunados

  • El Paseo recupera 'El mundo sigue' (1960), novela áspera de posguerra, escrita por uno de los escritores vinculados al bando vencedor, y que Fernando Fernán Gómez llevó al cine, espléndidamente, en 1963

Imagen del escritor bilbaíno Juan Antonio Zunzunegui (Portugalete, 1900-Madrid,1982)

Imagen del escritor bilbaíno Juan Antonio Zunzunegui (Portugalete, 1900-Madrid,1982)

Como se nos recuerda en el prólogo, esta novela de Juan Antonio Zunzunegui, publicada en 1960, fue llevada al cine en 1963 por el gran Fernando Fernán Gómez (quien la protagonizaría junto a Lina Canalejas y Gemma Cuervo) pero no alcanzó a estrenarse, sino muy fugazmente, en el Bilbao del año 65, acaso por influjo del autor mismo, que era vasco de Portugalete, académico de la lengua y un miembro destacado de la cultura franquista. No sería hasta el año 2015 cuando El mundo sigue se proyecte nuevamente en las salas, para mostrarse en toda su lóbrega desesperanza. Según el propio Fernán Gómez, en la novela de Zunzunegui se recoge, de modo superior, el fracaso político y humano de la posguerra. Un fracaso -de ahí la episódica existencia de la obra- que venía narrado, con llamativa aspereza, por uno de los promotores de la victoria. Lo cual hace aún más interesante este dramático retablo de infortunados, cuya barojiana “lucha por la vida” exhibe un tono inhóspito y sobrecogido que don Pío nunca practicó, salvo como lector superficial y entusiasta de Friedrich Nietzsche.

Esta novela de Zunzunegui no deja de ser la heredera, honesta y desabrida, de la gran literatura española del XIX y primeros del XX

Por supuesto, El mundo sigue no es solo un fruto literario de la posguerra. Ni siquiera en su vocación de obra “social”, muy pegada a la estrecha documentación de las clases bajas, y con un importante apoyo en el monólogo interior, esta novela de Zunzunegui no deja de ser la heredera, honesta y desabrida, de la gran literatura española del XIX y primeros del XX. Como ya se ha dicho, El mundo sigue tiene el párrafo corto y el aire mordaz y abocetado de Baroja cuando retrató los desmontes y pensiones de Madrid. Y tampoco queda lejos de la España abnegada, tenaz y populosa de Fortunata y Jacinta. Es ese mismo Madrid en camiseta, que sueña con las terrazas del Retiro, el que aquí comparece galdosianamente. Sin embargo, hay una realidad, mencionada reiteradamente en estas páginas, cuyo peso modula el comportamiento de todos sus personajes. Dicha realidad no es otra que la Guerra Civil (no por casualidad, los protagonistas viven en la plaza de Dos de Mayo, donde el grupo escultórico de Daoiz y Velarde, obra de Solá, adquiere un destacado y plural simbolismo). Y más que la propia virulencia de la contienda, sus consecuencias sociales. La vida sigue es, pues, el relato de unos cuantos supervivientes. Pero unos supervivientes que no se enfrentan a la naturaleza hostil, sino a un país débilmente construido sobre la doble idea de la supervivencia y la victoria.

Es fácil entender que cuando se publica El mundo sigue, año de 1960, el hambre de la posguerra quedaba ya algo lejos. Lo cual nos lleva a pensar que Zunzunegui quizá empleara esta obra a modo de recapitulación, y cuyo sentido era un sentido moral, en el que los personajes venían maltratados severamente por las circunstancias. Tanto tiempo después, sin embargo, las escaseces de Zunzunegui pudieran confundirse con las escaseces recogidas en Galdós o en Valle. No así esta conciencia expresa de caer en la inmoralidad, en la desesperanza, en la superstición, como fruto de la guerra. De modo que el lector que se asome a esta novela desvergonzada y atroz, habrá de enfrentarse a dos escollos que son, a un tiempo, dos de sus mayores y más inmediatos atractivos: el tardío naturalista Zunzunegui emplea no poco de su talento en recrear el habla popular de un mundo, el Madrid del medio siglo, que ya no existe. Y junto a ello, junto a este léxico -pudiéramos decir exótico- se encuentran una formas de pensar, a cuyo servicio se halla un castellano colorido y áspero, grosero y sexista, que hoy acaso resulten más extrañas que el ceremonioso desenfado de Lázaro de Tormes. De resultas de todo esto, repito, el lector de hogaño quizá pudiera no extraer el eco aleccionador de una denuncia contra la España del Caudillo (recordemos de nuevo que Zunzunegui fue falangista de primera hora y hombre leal al régimen). Y tampoco sospechará, por iguales motivos, la amarga queja de un católico abrumado por el infortunio de sus compatriotas.

Pero, aún desconociendo los formidables dogales que asfixiaron a buena parte de aquella España, el lector comprenderá con facilidad la penuria, el arrojo o la doblez con que sobrevivieron aquellos hombres y mujeres del medio siglo. Hombres y mujeres que, ante nuestra incomodidad o nuestro escándalo, ante nuestra desganada extrañeza, bien pudieran repetirnos el célebre adagio baudeleriano: “hipócrita lector, mi semejante, mi hermano”.

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