De libros

Todavía los libros

  • La irrupción de las nuevas tecnologías, el cambio de modelo o la incertidumbre respecto al futuro de la cultura impresa no afectan al papel de las ferias como lugar de encuentro

Suele hablarse de la gran fiesta de los libros, pero el ambiente entre los profesionales del sector, como en tantos otros aunque tal vez con mayor motivo, no está para lanzar cohetes. Al margen de la crisis económica, los editores y los libreros tienen sobradas razones para dudar de la continuidad de su profesión en los mismos términos que hasta ahora. Tratan de animarse, como es lógico, pero el nuevo paradigma de la era digital, con todas sus maravillas inimaginables hace apenas unos años, permite entrever demasiado claramente un mundo en el que sobrarán bastantes intermediarios. Seguirán existiendo, por supuesto, pero el cambio de modelo es de tal magnitud que será precisa una reinvención -palabra de moda- en toda regla. Por lo demás, dicho cambio no tiene por qué llevar aparejado un empeoramiento de la situación precedente. Los autores, por ejemplo, confían en aumentar el porcentaje sobre las ventas y en general su margen de independencia, aunque siempre hará falta gente que briegue con ellos, trabaje con sus textos y los haga llegar, en cualquier formato, a los lectores.

Es común esnobismo, entre algunos escritores y literatos, abominar de las ferias. Siempre leemos que los autores se sienten como en el zoológico o que sólo se ven los mismos libros por todas partes o que acuden los mismos todos los años. No es que no sea verdad, pero tomadas en su conjunto, las ferias constituyen un preciso indicador de muchas cosas interesantes. Son un retrato no filtrado, en primer lugar, de los libros que interesan a la mayoría, que ya sabemos que no son siempre los mejores pero ayudan a visualizar lo que los comerciales llaman el gusto del público. Entre esos predilectos, por otra parte, suelen colarse autores muy valiosos, lo que se compadece mal con la condena genérica de los más vendidos. Respecto a si los firmantes se cansan, aburren o deprimen mientras esperan a los partidarios que llegan o no llegan, cabe objetar que hay trabajos peores, y de cualquier modo este de la sobreexposición indiscriminada hace tiempo que forma parte de las obligaciones contractuales. Hay muchos lectores -o unos pocos, según los casos, pero basta con que aparezca uno- a los que les hace ilusión saludar a sus autores favoritos, que no pueden negarles ese capricho.

Los muestrarios de las librerías, aunque no todos, suelen ser reiterativos, pero también están los de las editoriales. Estos últimos recuperan títulos que apenas tienen circulación o no la tuvieron nunca, lo que permite revisar los catálogos, reencontrarse con libros no estrictamente actuales o descubrir viejas novedades que pasaron desapercibidas. La práctica desaparición del fondo en las librerías ha hecho aún más necesaria esta función de escaparate, a la que se acogen las editoriales locales o minoritarias para resarcirse por unos días del ostracismo que sufren en los mostradores de las cadenas y grandes superficies. Incluso los stands de las publicaciones institucionales, que no son los más frecuentados, ofrecen la oportunidad de ver libros que rara vez llegan a las distribuidoras, a veces felizmente y otras no tanto. La edición institucional arrastra una mala fama no del todo inmerecida, pero junto a libros demasiado costosos o claramente prescindibles hay otros de gran calidad que cubren las lagunas del mercado y responden a una demanda tal vez reducida pero de indudable interés público.

En lo que se refiere a la profusión de presentaciones de libros, mesas redondas o encuentros más o menos literarios, la acumulación de tantos actos en pocos días tiene el inconveniente del solapamiento o incluso del hartazgo, pero como lo habitual por estas tierras es que nos quejemos de lo contrario, no parece razonable lamentar el exceso. Es cierto que el público que acude a estas convocatorias suele ser más amplio y menos especializado, por así decirlo, que el habitual y generalmente escaso de las citas ordinarias, lo que difícilmente puede considerarse un inconveniente. Los editores y los libreros, además de los propios escritores, no pueden menos que agradecer esta mayor afluencia de visitantes a unos recintos efímeros donde conviven los lectores compulsivos y los paseantes ociosos, los que compran y los que miran, los que frecuentan las librerías todo el año y los que jamás o casi nunca se acercan a ellas.

Es de suponer que las ferias irán cambiando a medida que el libro electrónico vaya ganando terreno a los formatos impresos, pero tampoco tanto o no en lo fundamental, que es el encuentro de los lectores con los autores y las gentes del libro. Tal vez las bibliotecas de papel acaben volviéndose un lastre inútil o incluso sospechoso, pero de momento los libros siguen ahí, expuestos en la plaza, alineados en los estantes o amontonados sobre los mostradores. Los blogs, las redes sociales y todos los enfebrecidos foros de la comunidad virtual están muy bien, pero nada de ello puede sustituir el contacto físico. Podemos prescindir del tacto del papel, pero no del trato con los seres de carne y hueso. Es tiempo de apagar los ordenadores, echarse a la calle y salir al encuentro de la vida verdadera.

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