El Fiscal

La gran verdad de la Semana Santa de Sevilla

Los hermanos Moya Sanabria en el traslado del Cristo de la Buena Muerte el pasado domingo.

Los hermanos Moya Sanabria en el traslado del Cristo de la Buena Muerte el pasado domingo. / M. G. (Sevilla)

Hay momentos, fotografías, pasajes, olores y frases con el poder de compendiar la Semana Santa. La Amargura por Cuna, "La vida es una semana", el abrazo del Nazareno a la Cruz, la fragancia que queda en un templo horas después de haberse apagado los carboncillos del incienso... Y encontrarte a los hermanos Moya Gómez (Juan, Gonzalo, Rafael y Bosco) portando el Cristo de la Buena Muerte un domingo de cuaresma por la tarde. Cuánta verdad hay en los cuatro hijos del inolvidable Juan Moya Sanabria (1951-2007) llevan sobre sus hombros la imagen a la que su padre consagró su vida. Los hijos y el padre unidos por la devoción a la Buena Muerte. Saben que al mirar su dulce rostro de ojos que duermen están contemplando exactamente el mismo al que su padre elevó tantas veces sus plegarias, sus preocupaciones, su gratitud... Y ahí radica la gran verdad de la Semana Santa y la prueba de autenticidad que supera polémicas, evoluciones de dudoso gusto, tendencias efímeras y gobernantes más o menos afortunados. Sin sentimiento, fe y memoria no es posible la Semana Santa, o no es posible vivirla en su plenitud. Contemplar una cofradía es recordar a quienes un día formaron en sus filas y tal vez te buscaron con una mirada discreta y te hablaron de las razones por las que salían con una cruz (una madre que murió, un hijo que sanó, un puesto de trabajo conseguido, una tradición que sumaba generaciones...). Cuando pasa una cofradía está pasando mucho más que un cortejo. Insignias, bordados, varas, monaguillos, cruces... Un muestrario de belleza que permite el recogimiento y la reflexión que acercan a Dios. Pero al mismo tiempo que todo eso pasa se abre el portón del reencuentro y ves mucho más de lo que estás viviendo, porque sabes perfectamente donde esperaba a esa cofradía quien ya no está. Y hasta te sitúas en ese sitio para hacerlo tú ese año. Y después buscas hueco en la taberna para tomarte la cerveza que él se tomaba. O te fijas en los nazarenos para evocar el puesto que él ocupaba. Ver una cofradía es revivir. Buscar una cofradía es tantas veces, ay, ir a la búsqueda de quien ya mora en la habitación de al lado. Y eso tiene muy poco que ver, más bien nada, con el ruido que condiciona tantas veces la fiesta más hermosa de la ciudad. 

El Cristo que nos une al padre. La Virgen que mantiene viva la relación con la madre. La lonja, el balcón, la ventana. La gran verdad de la Semana Santa es que nos mantiene en comunión con quienes ya reciben la luz perpetua. Los cuatro hijos y el padre. Las cuatro ramas y el tronco. Los lirios morados a los pies del Señor como perenne tributo a la memoria. No hay hermandad que no se sustente en estas grandes verdades. Por eso la cofradía es el refugio, el lugar donde se halla el alivio, donde cicatrizan las heridas, donde se brinda y se llora, se reza y nos emocionamos, nos transmiten un legado que transmitimos, buscamos los altares como hornacinas donde dejar las oraciones, encontramos el consuelo al pedir un pañuelo de la Virgen para el enfermo, llevamos a los buenos amigos para compartir nuestras devociones y, siempre, siempre, honramos la memoria de los difuntos. Un día nos fue entregada de forma natural el tesoro de la Semana Santa para su custodia, disfrute y transmisión. Hoy como ayer. No hay guerras, revoluciones, pandemias, cambios de regímenes, modas ni excesos que hayan acabado nunca con esa gran verdad en la que se sustenta todo, en este caso compendiada en una imagen: el Cristo y los hijos. La Semana Santa más pura. Sin excesos, en familia, con la sencillez y el recogimiento interior de las cosas importantes, con la  profunda alegría de la fe.