El tren de la bruja

Conmoción del ánimo

  • Se precisa de la alegría de la fiesta para esquinar el anodino curso que hace enfermedad de lo ordinario.

Con sólo un día de Feria, más los cada vez más imprecisos, por extendidos, de preferia, la bruja anda ya algo más obsequiosa y no me frunce el ceño, aunque, para sus conjuros, en lugar del entrecejo arrugue algo su nariz y se aclare la voz. Dice, entonces, que -acostumbrada como está a la más o menos íntima y reservada celebración de las vísperas hispalenses- se dejó caer por Sevilla, a principios de la semana pasada, y todavía recuerda el susto mayúsculo por el simulacro de emergencias de un terremoto que ni siquiera ella había intuido en los siderales vuelos de su escoba sin ITV. Y que hasta llegó a idear -con un guiño me sugiere que lo hizo pensando en darme pistas, sin todavía contrapartidas del interés- que la Feria, con su disposición en el real, podía asimilarse, aunque el juego de las metáforas tiene sus riesgos, a un hospital de campaña donde se atienda a los conmocionados por un cataclismo.

-No te parece mala idea, ¿eh?, que me sé más musa que bruja en este contubernio al que me presto tan sólo porque me nombras ahí arriba.

Usa ella estas maneras indirectas, y hasta a veces sugerentes, de llevarme al huerto de sus intenciones, y le gusta hacerlo así, sin hechizos, porque le satisface más alcanzar las cosas sin artefactos brujiles. Con una dedicación firme, si no fuera porque el esfuerzo y la constancia parecen proscritos como resortes de la voluntad. Pero no he de despistarte, que después la bruja me reprocha las digresiones, y la complazco con el agradecimiento.

-Pues sí, mi dilecta brujita, y no te enfades que el diminutivo es cariñoso, sí que has estado afortunada con la metáfora del hospital de campaña, que de la Feria puede decirse mucho con el recurso, mejor si es bien cuidado, de la alegoría.

Terremoto, entonces, sólo ha existido en la ficción de un simulacro, con epicentro a beneficio de las maniobras, y las bajas solo se cuentan en el imaginario de las previsiones. Pero la Feria, al cabo, es una conmoción del ánimo en la gozosa escala de la fiesta. Sevilla, además, ha de tener un crecido telurismo que influye en sus habitantes y en las muchas gentes que concurren en la Feria al dictado de los reclamos de abril. Y el callejero del real, hecho al urbanismo efímero -adjetivo tan manoseado en la retórica como maldito en el calendario de la fiesta-, no es difícil de asemejar a un campo de refugiados, donde se precisa de la alegría de la fiesta para esquinar el anodino curso que hace enfermedad de lo ordinario.

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