La caja negra

Ávila, la mejor Sevilla

  • Luto en el gremio de los sastres por la muerte de Fernando Rodríguez Ávila a los 83 años

Ávila, la mejor Sevilla

Ávila, la mejor Sevilla / Juan Carlos Vázquez (Sevilla)

HACE muchos años que su figura llamaba la atención por la calle como las hechuras de los matadores provocaban miradas de admiración en tiempos caducos: “Ahí va un torero”. Fernando Rodríguez Ávila (Sevilla, 1936-2019) ha sido una suerte de Petronio en una ciudad con un población cada vez más descuidada en el vestir durante todo el año. “Ahí va un sastre”, acertaban todavía algunos al reconocer su perfil de natural señor, de fin de raza, de trabajador incansable que no dejó de tirarse al suelo para cortar una capa española, o de faltar a las citas familiares si era necesario para atender a un cliente que venía a Sevilla expresamente para visitar el taller de la calle Sauceda y encargar un traje específico para el cuerpo diplomático.

No se jubiló porque lo suyo nunca fue un trabajo, sino un oficio. Nunca fue una carga, sino el ejercicio cotidiano de la vocación, la fuente de vida de quien enviudó hace muchos años y supo arreglárselas para sacar dos hijos adelante.

Ha sido el sastre de la Universidad de Sevilla para cortar esas togas y mucetas que lucen catedráticos y profesores en las grandes solemnidades del paraninfo. Un día comprobaron en el Rectorado la categoría personal de Rodríguez Ávila. Hussein de Jordania fue recibido como doctor honoris causa en 1985. Compareció en Sevilla con la reina Noor. Ávila fue invitado al acto, le quisieron dar una acreditación como profesor para que asistiera en una localidad destacada. Se negó. O la acreditación rezaba su oficio real o no aceptaba: “Yo soy sastre y a mucha honra”. Y así fue. Acudió a ayudar a vestirse al rey Hussein y después, efectivamente, al acto académico. Y en la identificación de solapa ponía lo que tenía que poner: “Sastre”.Siempre tuvo la ilusión de fundar una escuela de sastrería, consciente de la necesidad de formar buenos oficiales para garantizar la pervivencia de un gremio a la baja por los nuevos hábitos sociales. En su día tuvo ofertas para dirigir la sastrería de unos grandes almacenes, pero declinó el ofrecimiento. Prefirió siempre su taller propio, donde nunca dejó de vender, medir y cortar. Un negocio sin escaparate, con reja racionalista y con un muestrario de más de 700 telas.

En su taller se podía saludar al empresario de las grandes obras de ingeniería, a los nuevos caballeros maestrantes para encargar el traje de gala, a un alto cargo de la curia al que una orden de religiosas querían regalarle una sotana, al abogado de prestigio que frecuenta las tertulias de televisión de eco nacional, a dos oficiales de junta de gobierno de una cofradía necesitada de nueva ropa para los servidores, al gerente de una empresa al que urgía un frac para una cena de gala, al militar que requería de un traje especial que no se corta en ninguna otra sastrería andaluza, al pintor que paga el terno nuevo con un cuadro...

Ávila reflexionó públicamente en los años ochenta sobre la necesidad de cuidar la estética del paseo de caballos, cuando comenzaron a verse jinetes en pantalones vaqueros y con las camisas abiertas. No hace mucho analizó por qué cada vez se le da menos importancia al vestir con corrección: “El hombre se ha desvestido porque la mujer se ha desvestido”.

En su concepto de sastrería siempre primó el todo hecho a mano y expresamente para la persona que lo encargaba. Sin confección, sin patrones previos. Sastrería pura y dura. No aceptaba arreglos si el cliente perdía o ganaba kilos al entender que el traje es una obra de artesanía que no admite parcheos. La Real Maestranza quiso regalarle a Don Juan Carlos el traje de gala de caballero maestrante. Sólo Ávila podía asumir la encomienda. La Reina Sofía quiso que lo realizara el sastre habitual del monarca en Madrid. El encargo se fue para la capital del reino. Pero desde cierto taller tuvieron que telefonear a la calle Sauceda para saber cómo se corta un traje de esas características. Y alguien en Madrid reconoció: “¿Ávila? De los poquitos sastres que enseñan”.

Están de luto la tijera y el metro, los acericos y los catálogos, los elegantes pañuelos en la chaqueta de quien se vestía de media etiqueta para su oficio cotidiano, de quien a sus más de 80 años seguía generando miradas de admiración por el porte y elegancia auténticos en la sociedad de la impostura. Nunca olvidó a su primer maestro: Antonio Burgos. Y eso dice mucho de un profesional que representaba la mejor Sevilla: trabajadora y elegante, sencilla y natural, discreta y devota.

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