La caja negra

La Sevilla de los bufones

  • La crisis dispara las ganas de ciertos personajes de tapar sus miserias y agradar al poder. Son como la especie que se multiplicó en la anterior recesión: los neotaberneros

Bufón, obra de Velázquez

Bufón, obra de Velázquez / M. G. (Sevilla)

En Sevilla ser el bufón oficial de la corte resulta rentable. Casi tanto como montar un bar aunque no se tenga ni pajolera idea del oficio. ¿Nunca se han fijado? Cualquiera que se tiene por relaciones públicas monta una taberna en cuanto lo dejas cinco minutos asilvestrado. Vas por la calle, te encuentras con un amigo, le preguntas por otro común y te suelta: “Ha montado un bar, tenemos que ir. Ya sabes... Como tiene cientos de conocidos y está todo el día en la calle...”. Y en ese preciso momento recuerdas la enseñanza de Becerra padre: “No montes nunca un bar pensando en los amigos como clientes”.

Aquí el picudo rojo de la hostelería son esos que abren local con barra en dos minutos porque presumen de agenda, o porque tienen uno de copas que ha funcionado y quieren probar ahora a jugar a las cocinas. ¡Cuando la realidad es qué poquito tiene que ver servir un gin tonic con vender rulos de queso a las finas hierbas!

A veces el bufón y el que monta el bar son el mismo. Normalmente el prestigio social (llamémosle así) les viene por el decadente mundo de las juntas de gobierno de las cofradías, donde siempre está el hermano mayor mandón, que se harta de trabajar porque no puede confiar en casi nadie, y ese oficial de junta simpaticón que se encarga de tener fresquitos los botellines. Es fundamental tener un pagafantas al igual que alguien que las sirva.

La crisis del Covid enciende a los payasos, que cuentan más chistes que nunca para disimular su particular decaimiento. Es curioso el análisis de estos meses de pandemia desde la perspectiva del tieso, que es el sevillano sin perras, pero que presume de tenerlas. Tururú. En la calle ponen la sonrisa mientras en las redes vomitan. ¿Contra quién? Contra el que haga falta. El caso es linchar a alguien cada día. Por el motivo que sea. El viernes tocó Paquirrín porque había comentado un partido de fútbol en la radio. Cuánto vómito contenido durante días le cayó al desgraciado. Qué fiereza contra el pinchadiscos. Cuantísima bilis en las barrigas. La gente no opina, arremete. No fundamenta, agrede. No polemiza, no discute, no discrepa, sino destruye, echa el cerillo encendido en el pajar y busca los tobillos del prójimo.

Bufón, obra de Velázquez Bufón, obra de Velázquez

Bufón, obra de Velázquez / M. G. (Sevilla)

Después se van al bar que ha montado el bufón y siguen con la barrila. Suelen tener un sumo sacerdote de la vida social sevillana que les da legitimidad, carta de presentación en ciertos foros y, lo más importante, condumio en las fiestas principales. Aspiran a ser el picador y el banderillero, pero en realidad son dos monosabios. O tres. Aficionadísimos a los pregones fuera de temporada, no digamos a las salidas extraordinarias. Leen poco, miran mucho. Cuando te invitan a algo debes tener claro que se cobrarán el triple. Cuando te atienden, te están metiendo la mano en la cartera. Cuando te agasajan con un almuerzo te sirven lo mínimo y quieren sacar el máximo. Los bufones creen que te pagan con sus gracietas, que con el paso del tiempo van perdiendo gracia. Piensan que no se les ve el plumero de la mala leche, pero es cada día más evidente. En Sevilla somos muy pocos. Y los tapados y graciosos oficiales son los más peligrosos a la hora de la verdad . Algunos creen en Dios desde antes de ayer, pero te quieren convencer de que nacieron en un monasterio junto a un incunable de San Juan de la Cruz, como los hay que parecen herederos de los mejores cheff de París y hasta existen los bufones multiusos, monstruos graciosos de siete cabezas que te enseñan la más conveniente para cada momento.

Sevilla respeta a quienes teme

En las pandemias salen las ratas, escrito está. El problema es cuando ya han sido identificadas como tales. Meter de nuevo la pasta de diente en el bote es muy difícil. Retornar de rata a hombre de prestigio es misión imposible. Los velos se caen. Todo el mundo no puede montar un bar. Todo el mundo no puede ser gracioso eternamente. En Sevilla no todo es posible, aunque lo parezca. Porque la ciudad es tan cruel que te ríe las gracias y te deja hacer el ridículo. No te avisa y te deja caer. Entran en tu bar, pero para que los invites o, al menos, les salgan más baratas las consumiciones. Sevilla sólo respeta de verdad a quienes teme. Y en ocasiones el descalificativo por la espalda es el elogio más auténtico. Cada cuál elige su papel y se lo cree durante unos años, pero después viene la crisis, pasa el tiempo y cada uno ocupa el sitio que le corresponde.

Qué triste son esos despachos de abogados sin códigos civiles, esos restaurantes sin manteles, esos cariños fraternales impostados... Qué estampas exageradas hay que sufrir estos días de crisis cuando algunos ya ni se molestan en tapar sus miserias. Tiempos de Covid, tiempos de descaro. No hay mascarilla que cubra el verdadero rostro de quienes lo tenían maquillado de fiesta en fiesta y de canapé en canapé. Esta pandemia pone a cada uno ante su espejo, desnudo, ante la realidad siempre evocadora de la comida japonesa: cruda. Al final el supuesto relaciones públicas era un mero paseador de agenda a la búsqueda de una carroza barata a la que subir, de un pregón, de una cerveza sin tapa, de una red social en la que agitar sus andanadas.

Tengan cuidado ahí fuera. En Sevilla pululan los bufones y los neotaberneros como en la Roma clásica se paseaban los cerdos ya cocidos. Por cierto, avisen si ven pasar al tío de los botellines, que en esta ciudad suele ser al que mejor le queda el traje. Entalladito y con el bajo perfectamente cogido.