La caja negra

La lección de la Giralda

  • Hasta el monumento por excelencia se tapa de vez en cuando porque sabe que en Sevilla conviene dejarse ver lo justo para no levantar ampollas

La lección de la Giralda

La lección de la Giralda / María del Pópulo Navarro Antolín (Sevilla)

ENSevilla conviene dejarse ver lo justo, justito, para no generar recelos. Es muy aconsejable perderse cada cierto tiempo y esconderse en el burladero de la inacción, al igual que si se ocupa un cargo público sale hasta rentable no hacer nada y dejarse llevar por la corriente como en el lema publicitario de Tussam (Déjate llevar). Hay gente en esta ciudad que se deja ver en exceso, hasta el hartazgo y que acaban convertidos en caricaturas de sí mismos. Sufren una suerte de patología de la vanidad que les obliga a estar en sitios donde no pintan absolutamente nada. Pero forman parte del paisaje, como torres del oro que se dejan salpicar por las aguas embriagadoras de los actos sociales. Son personajes casi de cómic, que lo mismo están sacando cuello en un acto sobre la caballa de Isla Cristina en el Abades, que en una cata sobre la anchoa del Cantábrico en el Alfonso XIII.

El caso es estar y aparecer en la revista de Mario Niebla, que es la CNN de la vida social andaluza. La gente se busca en sus páginas con el dedito índice, como se buscaban los números en las antiguas guías de Telefónica. “¡Pepe! Mario no nos ha puesto en la inauguración del córner de Rolex, mira que nos pusimos a tiro del cámara. Algo ha pasado. ¡Qué disgusto!”.

Luego están los inteligentes que dosifican las apariciones. Saben que ni se puede ir a todo, porque siempre hay quien te suelta una impertinencia con guasa que es respondida con fuego amigo.

–¡Otra vez aquí, chico! ¿Pero tú cuándo trabajas?–Los sábados, justo cuando tú haces como que juegas al golf.

La de gente que ahora juega al golf en Sevilla, como en su día les dio por el pádel con tal de hacerse el encontradizo con Arenas y Zoido en Antares, que era de lo que se trataba. A Javié le faltaba un jugador para el partido y en la barra del bar estaban esperando los bancarios, abogados y empresarios de medio pelo a ver si los elegían.

¿Ustedes han visto la de horas libres que tiene el personal para jugar al golf los lunes o martes por la mañana? Es importante tener claro, pero muy claro, que la gente tiene tiempo libre para lo que quiere. Y siempre quiere lo que le interesa.

Siempre conviene taparse. Siempre. No lo duden. Hasta la Giralda lo hace, hasta el monumento por el que somos conocidos por ahí fuera se camufla de vez en cuando. Hace como la que no está, pero todo el mundo sabe que está, sublime arte al alcance de pocos. La Giralda aplica como nadie la vieja regla de que en Sevilla, “presencia o ausencia según conveniencia”. En esas mañanas en las que Sevilla parece Londres, pero sin cabinas rojas y con canónigos con mascarillas por la Avenida, el alminar nos da la suprema lección de sevillanía cabal. ¡Tápate de vez en cuando! Y ante la duda, ausencia. No dejarse ver nunca genera desconfianza, pero dejarse ver demasiado provoca sentimientos encontrados. La niebla es aliada, nunca enemiga. Cada uno debe administrar su propia niebla en su defensa como calamar que suelta la tinta en las aguas revueltas de las miradas.

Qué bonita es la Giralda vista como con ojos de miope. Parece pintada por Amalio, soñada por Juan Ramón en sus versos a la torre de su pueblo, bella como toda la Catedral lo es cuando llueve. Y fíjense como se tapa.Ella es Sevilla y de la misma Sevilla se protege, se camufla, se quita de en medio toda una mañana. Esta Giralda londinense sabe que de tanto ser mirada, los sevillanos acaban por despreciarla como al mueble aparador del salón de sus casas. Sólo se quiere lo que se conoce, sólo se echa en falta lo que se pierde. Huérfana de turistas, la torre desapareció de la escena durante horas. No estaba en el cielo. Tan sólo una mancha, una bruma, un carboncillo de Ricardo Suárez cuando rinde homenaje al Guadalquivir que siempre nos lleva. Sevilla sin Giralda, como la conocieron los moros que en la antigua mezquita rezaban y que en la calle Hernando Colón montaban el mercado de las sedas.

Sevilla sin Giralda el lunes. Sin taxis el jueves por la mañana. Sin bares con alcoholes destilados por las tardes durante más de un mes. A este paso conoceremos Sevilla sin pájaros, aunque algunos busquen la rama débil de algún acto sin canapé para auparse. Qué arte el de saber ausentarse en Sevilla, más difícil que el de torear al natural, más preciso que el del dibujo técnico. Algunos como mi entrañable Paco Herrero creen que el arte es estar en todos sitios, cuando el verdadero arte consiste en no estar pudiendo estar, en no repetirse cuando tienes la facultad de multiplicarte, en no cebarte cuando lo tienes todo por delante.

En Sevilla suele ocurrir como en otras capitales. Pero aquí lo podemos contar poniendo lugares reales, pero (de momento) obviando nombres. Al presidente o consejero delegado de una empresa, al letrado jefe del despacho de abogados, o directamente al dueño de cualquier sociedad importante, le gusta comer en el Aero para codearse con esa Sevilla tan minoritaria como auténtica en su particular estilo. Un día le hizo gracia a un patrón de la Abogacía que sus asociados y pasantes almorzaran también en aquellos salones. “Huy, míralos. Qué majos. ¡Camarero, oiga! La cuenta de aquellos señores me la carga a la mía. Y les pone un copa”. Al segundo día que se los encontró en el mismo selecto lugar, sonrió en público, pero frunció el ceño en privado. Y al tercero les preguntó a sus subordinados por qué no estaban redactando recursos y buscando clientes en lugar de alargar la sobremesa. 

Aquellos pobres abogados no supieron taparse a tiempo. Creyeron que estando en los mejores sitios servían mejor a su jefe, a su patrón, a su empresa. Tuvieron buena fe. Con el tiempo aprendieron que hasta para destacar se necesitaba dosificador, como a la hora de ingerir los medicamentos delicados. Fíjense en la Giralda esta semana. Recatada y tímida. Ella lo es todo y quiere no ser nada. Ella queda, todos pasamos. Pero no quiere ser la protagonista en esas horas de la Sevilla de diciembre que sabe a dulce de convento, tiene el frescor del rocío de la mañana y, todavía, está libre de esas envidias más cultas que siempre se destilan en horario de oficina.