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Un escándalo centenario

  • El próximo miércoles se cumplen cien años del tumultuoso estreno en París de 'La consagración de la primavera', un pilar de la cultura moderna.

El 29 de mayo de 1913 los Ballets Rusos presentaron en el Teatro de los Campos Elíseos de París su anual gala de primavera en una sesión que acabaría resultando histórica. Fundada en la capital francesa por Serguéi Diáguilev cuatro años atrás, la compañía se había convertido en tan poco tiempo en una de las referencias culturales de la Europa del momento y había hecho de sus bailarines más famosos (Anna Pavlova, que para entonces ya había fundado su propio grupo, Vatzlav Nijinski, Tamara Karsavina, Mathilde Kshesinskaya...) auténticas estrellas mundiales. Aquella tarde la expectación resultaba especialmente llamativa. Se ofrecía el estreno de una nueva obra de Igor Stravinski, y Diáguilev se había encargado de calentar el ambiente prometiendo "una nueva conmoción que provocará discusiones apasionadas".

Stravinski había participado ya en dos temporadas anteriores del conjunto: en 1910 con El pájaro de fuego (la obra que provocó justamente la ruptura con la Pavlova, que consideraba horrible la música y se negó a bailarla) y en 1911 con Petrushka, dos ballets que conocieron una buena acogida y habrían bastado para hacer famoso al músico. Pero su tercera propuesta para Diáguilev era diferente. La inspiración volvía a ser rusa, pero esta vez en lugar de apoyarse en un cuento folclórico o en los muñecos de las barracas de feria, Stravinski ideó junto a Nicolas Roerich una obra sobre la Rusia pagana, en la que una adolescente era sacrificada durante un primitivo rito sagrado. La consagración de la primavera no contaba, en sentido estricto, una historia, sino que mediante una sucesión coreográfica pretendía simbolizar, en palabras del propio compositor, "el misterio de la primavera y su violenta explosión de poder creador".

No fue en cualquier caso la escabrosa temática de la obra la que habría de excitar los ánimos de los asistentes al estreno, sino las novedades musicales y coreográficas que la pieza contenía. Aunque Cocteau se esforzara por explicar el escándalo como producto del encuentro, en un día de desacostumbrado calor casi veraniego, entre la alta sociedad conservadora y el esnobismo de algunas facciones de ultramodernos, ese abigarramiento del público no era en absoluto nuevo. Tampoco parece que fuera revolucionaria en sí misma la coreografía, original de Nijinski; había sido Michel Fokine, coreógrafo de las dos anteriores obras de Stravinski, quien impuso al aficionado parisino unas nuevas maneras de entender el ballet, al convertir el baile en puntas en algo marginal, cambiar tutús y zapatillas por pantalones y zapatos e incorporar elementos casi atléticos. A Nijinski en cualquier caso le acompañaba la polémica desde que el año anterior coreografiara el Preludio a la siesta de un fauno de Debussy llevando la fantasía erótica insinuada en la obra a la más cruda explicitud masturbatoria.

La tarde comenzó plácidamente con la reposición de Las Sílfides, un trabajo del propio Fokine a partir de música de Chopin que se había ofrecido ya en 1910 y suponía una especie de continuación del ballet romántico. Las primeras notas de La Consagración, que tocaba el fagot en su registro agudo, fueron acogidas también con absoluta tranquilidad, pero cuando los ritmos empezaron a dislocarse y los efectos violentos de la percusión llenaron el espacio de la sala, el público se dividió. El veterano Camille Saint-Saëns abandonó el teatro entre improperios contra una obra que suponía "un ataque a la belleza inmutable del arte". Otros compositores más jóvenes se alinearon a favor de la música stravisnkiana, entre ellos el combativo Florent Schmitt a quien se oyó gritar: "Callaos, putas del seizième", en referencia a las honorables damas del distrito XVI de la capital francesa. Los gritos y los silbidos de los disconformes eran tratados de acallar con aplausos por la facción rival hasta "hacer imposible la escucha de la música", como comentó la poetisa americana Gertrude Stein, presente en el acto. Aunque hacia la mitad de la representación las pasiones parecieron calmarse, en la segunda parte el escándalo se recrudeció, volaron sillas y se escucharon bofetadas. Stravinski confesaría más adelante que esperó desconcertado hasta el final y luego se escabulló del teatro evitando toparse con sus conocidos, pero Diáguilev estaba exultante.

En los relatos de los testigos hay seguramente mucho de exageración, de modo que no resulta fácil valorar hoy el real alcance de un escándalo en buena parte promovido, sobre todo si se tiene en cuenta que en las siguientes funciones la obra no generó apenas conflictos y en poco tiempo fue aclamada en todas partes. Más allá pues de la anécdota del estreno, La consagración de la primavera ha llegado a nuestros días como un auténtico clásico, pilar de la modernidad musical por la revolución que Stravinski impulsó con ella en el terreno del ritmo y del timbre, esencial para entender la evolución del arte de los sonidos en el último siglo.

Desde el punto de vista coreográfico, Le sacre du printemps (título original con el que a menudo se la conoce en todas partes) no deja de generar nuevas visiones. Fue el propio Diáguilev quien encargó una nueva producción a Léonid Massine en 1920, pero luego muchos otros grandes coreógrafos se han acercado a ella, de Lester Horton a Mary Wigman, Maurice Béjart o Pina Bausch. En el nuevo siglo no han faltado trabajos polémicos, como el del albano-francés Angelin Prejlojocaj, de angustiosa violencia, ni originales, como la visión ecuestre de Bartabas. Incluso la Bienal de Flamenco de Sevilla acogió en su última edición el acercamiento de Rafael Estévez y Valeriano Paños a la obra. El próximo 30 de mayo, un siglo y un día después de su estreno, Le sacre volverá a los Campos Elíseos parisinos en la propuesta que la coreógrafa alemana Sasha Waltz ha presentado hace sólo unos días en el Mariinsky de San Petersburgo. Los ecos del escándalo primigenio siguen mientras tanto sin apagarse del todo.

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