Accademia del Piacere & Fahmi Alqhai & Dani de Morón | Crítica

Diálogos en el caos

Un momento de Metamorfosis en el Alcázar.

Un momento de Metamorfosis en el Alcázar. / Archivo Fotográfico Bienal de Flamenco / Claudia Ruiz Caro

Se cumplen justo ahora diez años de Las idas y las vueltas, el espectáculo con el que Accademia del Piacere afrontó por primera vez el mundo del flamenco. En compañía del cantaor Arcángel y la participación de una entonces muy joven Patricia Guerrero, el grupo profundizó con aquel programa en las muy sólidas teorías que ven un punto de partida común entre las danzas barrocas y los ritmos flamencos, producto del mestizaje generado por el descubrimiento y conquista de América. Aquel sigue siendo el más exitoso programa afrontado nunca por el conjunto sevillano y no ha dejado de presentarse por medio mundo. Después Fahmi Alqhai propició, tanto en solitario como con su grupo, otros encuentros en la Bienal (con Rocío Márquez o la propia Patricia Guerrero) hasta llegar a estas Metamorfosis, que puede considerarse un hito en el camino, pues los referentes históricos aparecen aquí disueltos en un trabajo puramente conceptual y muy personal emprendido a medias entre el violagambista sevillano y el guitarrista Dani de Morón. En su concepción original, el proyecto incluía música escrita para la ocasión por el madrileño Mauricio Sotelo, uno de los maestros que desde la composición académica de vanguardia más interés viene prestando por el universo jondo, que ha integrado completamente en su forma de hacer. Una lástima que a última hora se cayera su contribución, que habría amarrado estas Metamorfosis con una tercera pata para aunar tradición con modernidad desde otra perspectiva.

Al final, el espectáculo se dividió en siete temas en los que se fueron sucediendo y superponiendo elementos muy diversos, para volver a juntarse los ritmos flamencos con los barrocos, a veces de forma que se ha hecho ya bastante reconocible (en el arranque las jácaras se hicieron bulerías, y el aire de fiesta se impuso rápidamente sobre el escenario) y otras de manera bastante más sorprendente, como esas soleares sonando junto a una passacaglia italiana. La estilización personal de la propuesta llegó al punto de presentar el Preludio BWV 855 de Bach con una introducción a cargo del bajo eléctrico, que no desdeñó el acercamiento a ritmos gitanos (el zorongo), luego se amarró en los arpegios de la guitarra y terminó con la fuga estallando en el delirio frenético de las violas. La Luzia de Paco de Lucía la introdujo Alqhai con melancólico aire bachiano antes de que Dani de Morón se abriera por unas sentidas seguiriyas. También resultaron curiosas las variaciones sobre el Ana Maria de Wayne Shorter, que arrancaron igualmente en el bajo de Popo, para desarrollarse luego en un juego de intercambios motívicos entre guitarra y viola, con un marcadísimo trabajo rítmico de la batería de Diassera. Fue posiblemente el momento más abstracto e introvertido de toda la noche. El elemento jazzístico fue ganando terreno desde ese momento para imponerse finalmente en Conke, una composición personal del guitarrista de Morón en la que, a partir de un ostinato rítmico, se recupera de algún modo el ambiente de fiesta de la bulería de partida para un final en clímax.

Estos diálogos personalísimos e inclasificables entre dos músicos que han bebido de fuentes muy diversas y compartieron sus espacios singulares para intercambiar sin complejos sus ideas y sentires contaron en cualquier caso con un inesperado obstáculo, el de una amplificación caótica que distorsionó radicalmente el timbre natural de las violas, haciéndolo metálico y estridente, y las convirtió al tocar juntas en una masa borrosa de la que fue abolida cualquier pretensión de claridad polifónica; una amplificación que expulsó de la partida al clave, apenas resaltado en el preludio bachiano e intuido más que escuchado en algunos otros momentos, una pena porque la contribución del instrumento a la sección rítmica habría añadido encanto tímbrico a la mezcla de bajo y batería; una amplificación que en fin puso siempre en primerísimo plano a la percusión y fue incapaz de domar los graves del bajo eléctrico, que hacían retumbar toda la fachada del Palacio del rey don Pedro. Al final queda la sensación de un crossover bien trabajado, con posibilidades de desarrollo futuro, que llegó al espectador en trazos de brocha gorda, sin la sutileza del detalle.

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