Cultura

Acerca de la colección Bellver

Museo de Bellas Artes. Plaza del Museo, Sevilla. Hasta el 29 de mayo.

La colección Bellver plantea dos imperativos: el primero, reconocer el empeño y tesón del coleccionista y agradecer su ofrecimiento de cederla a la ciudad; el segundo, tan importante como el anterior, es calibrar qué consecuencias tendrá la cesión: qué esfuerzos exigirá su conservación, qué espacio público ocupará, qué beneficios artísticos o culturales pueden derivarse de ella.

Esta segunda exigencia quizá parezca prosaica, pero la cultura es cara y los recursos públicos, además de escasos (las restricciones presupuestarias derivadas de la moneda única no van a ser precisamente coyunturales), deben administrarse con la mayor prudencia.

Si desde esa tesitura nos preguntamos qué añade la colección al Museo de Bellas Artes, la respuesta es inmediata: salvo los lienzos de Sánchez Perrier (sobre todo, Paisaje campestre, Atardecer a las orillas del Guadairay Ribera del Guadalquivir), ninguno de los cuadros expuestos (no conozco el resto de la colección) completan, mejoran o enriquecen la lectura del siglo XIX que ofrece el museo. Es cierto que hay dos acuarelas que muestran el buen oficio de Villegas, pero el museo cuenta con piezas suyas más representativas. En cuanto a obras como las de Gonzalo Bilbao o Valeriano Bécquer, más que elevar el nivel de las que tiene el museo, lo rebajarían.

Cabría preguntar, sin embargo, si algunas piezas expuestas de la colección podrían conectar la gran pintura barroca del museo con las obras del siglo XIX. Tampoco es ese el caso. En la sección titulada La huella de los maestros, destacan fragmentos de cuadros como los de Contreras o Rodríguez Losada, pero sólo son eso, fragmentos, sin que ninguna obra llegue a ofrecer enlace satisfactorio entre las dos épocas. Quizá haya quien asocie ciertos cuadros de Cabral (y Aguado) Bejarano con los niños de Murillo, pero tal conexión es sólo superficial pues aun el mejor de ellos, El joven pícaro, tiene problemas de escala no resueltos.

Esa falta de conexión entre épocas no debe extrañar demasiado. Los autores del XIX viven en coordenadas diferentes a las del pasado: deben concurrir a un mercado, el impuesto por los viajeros foráneos, más atento a la anécdota que a la densidad pictórica, y han de atenerse a los cánones académicos, si quieren optar a premios y otros reconocimientos institucionales. No es raro, pues, que la conexión con el pasado falte ni tampoco que la peculiar poética de las obras esté más próxima a Campoamor que a Bécquer, más cercana a las narraciones de Trueba que a la novela de Clarín. No faltaron en la época autores de referencia: hay, por ejemplo, en la muestra, piezas que emulan a Fortuny pero sin lograr acercarse a la calidad del pintor catalán.

Aunque la colección posee rasgos artísticos de interés (junto a los ya citados, dos acuarelas del académico francés Jules Worms, la acertada composición del óleo de Parladé, destellos de García Rodríguez, sólo completos en Orilla del Guadalquivir en Triana, el ingenio ilustrador de García Ramos, etcétera), su mayor valor es histórico y cultural. Su aportación a un posible museo de la ciudad no sería escasa, aunque habría de completarse con trazos de la Sevilla moderna, de la que nada dicen los llamados cuadros de casacas ni el costumbrismo fácil. Éstos, más que levantar acta de cuanto hacía y padecía la ciudad, dan fe del estrecho margen en que se movía en ella la pintura, del sedimento que dejaron por estas tierras las fantasías de los viajeros europeos y del modo en que esos sueños contaminaron a una élite urbana que parecía vivir de espaldas a las tensiones del siglo XIX español y al mismo legado de Goya.

De lo dicho pueden derivarse algunas consecuencias. Una de ellas es que la colección Bellver podría ser un fondo de interés para ciertas investigaciones. Habría que habilitar, pues, un lugar específico para su almacenamiento, en conexión con el archivo y las colecciones municipales. Allí se expondría una selección rigurosa de la colección, con criterios museológicos solventes (evitando el despliegue, casi de almoneda, de la actual muestra), junto a la información digital de todas las piezas. Ese lugar no debe ser el museo ni su ampliación (aprobada pero sin fecha de ejecución), dada la carencia crónica de espacio que padece. Tampoco parece buena opción la sala Santa Inés, salvo que se quiera perpetuar el exilio de Iniciarte o certificar su defunción.

Por lo demás, una apostilla es inexcusable: la sala del museo, antigua iglesia, debe recuperar cuanto antes su uso normal, para que pueda apreciarse el alcance de esta que, aunque solemos llamarla segunda pinacoteca española, apenas recibe más atenciones que las que le dispensan cada día sus esforzados trabajadores.

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