Adiós, vieja Rusia

Crítica 'El cartero de las noche blancas'

En su propósito de programar más allá de las fechas del certamen, el SEFF proyecta desde este jueves, a las 20:30 en el Teatro Alameda, películas hasta ahora inéditas en la ciudad.

Una imagen del relato de soledades y el registro de ruinas que es el filme de Andrei Konchalovsky.
Manuel J. Lombardo

17 de septiembre 2015 - 05:00

EL CARTERO DE LAS NOCHES BLANCAS. Ficción documental, Rusia, 2014, 100 min. Dirección: Andrei Konchalovsky. Guión: Elena Kiseleva, Andrey Konchalovsky. Música: Eduard Artemiev. Intérpretes: Aleksey Tryapitsyn, Irina Ermolova, Valentina Ananina, Timur Bondarenko, Tatyana Silich, Lyubov Skorina. Hoy en el Teatro Alameda.

Contra todo pronóstico, el veterano Andrei Konchalovsky, miembro de una ilustre generación de cineasta rusos (Tarkovsky, su hermano Mikhalkov) que alcanzó el prestigio en los 60 y 70 con Nido de nobles o Siberiada antes de buscar fortuna en Hollywood, donde dirigió éxitos como El tren del infierno o Los amantes de María, pero también cosas como Tango y Cash, volvía al epicentro de la actualidad cinéfila tras obtener el León de Oro en Venecia 2014 de la mano de esta cinta que hibrida las formas del documental y la ficción a propósito de las gentes y el paisaje de la región del lago Kénozero, en el norte de Rusia, protagonistas de un relato apenas esbozado en el que se destilan las esencias de una cierta melancolía eslava en los estertores de unos modos de vida en extinción.

Interpretada por los propios lugareños, El cartero de las noches blancas da cuenta de la rutina diaria de un cartero rural que reparte el correo en su lancha para acceder a los rincones más remotos, donde aún viven, desperdigados, viejos soldados jubilados, borrachos irredentos y familias que subsisten con la pensión del Estado o la pesca furtiva.

Sin embargo, como decíamos, no estamos aquí ante un proyecto etnográfico sino ante la construcción ficcional de un relato de soledades que, por momentos, coquetea con el fantástico (las apariciones del gato, la base espacial), un relato abierto a encuentros y conversaciones, a anhelos de escapada e incluso de deseo amoroso, que el cineasta modula en modo bajo, con algunos apuntes de intensidad lírica y contemplación paisajística (los paseos y la incursión fluvial con el niño) que encuentran en las prestaciones cristalinas de la imagen digital un poderoso componente climático.

Pero este Cartero de las noches blancas es también un retrato de una región y una generación acabadas, un registro de ruinas y recuerdos de una vieja Rusia en la que sonaban marchas y coros militares como (falsa) promesa de una épica del pueblo que ahora se pasa las horas viendo concursos en la televisión.

Aunque irregular e inconstante en sus hallazgos, este filme confirma al menos que en Konchalovsky perviven trazas de un gran cineasta de estirpe clásica, capaz de amoldarse al tono menor y el trabajo sobre el terreno sin perder el ojo para el encuadre y la sensibilidad justa para las historias de derrota.

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