ADRIANA GONZÁLEZ & IÑAKI ENCINA | CRÍTICA

La canción, espejo del alma

Adriana González e Iñaki Encina.

Adriana González e Iñaki Encina. / Federico Mantecón

De nuevo da dolor ver una sala desolada en un concierto de categoría, en esta ocasión con una soberbia sorpano, ganadora del prestigioso concurso Operalia y que nos traía un bellísimo programa cuajado de bellezas. Y se pregunta uno que dónde están tantos “amigos de...”, que parece que lo son sólo de boquilla. No son conscientes de que con este panorama se le está dando munición a los que desde dentro del ayuntamiento quieren desvirtuar el contenido del Espacio Turina para convertirlo en más de lo mismo, de lo nuestro, de lo de siempre, de lo de aquí. Mucho ojo, que el enemigo de la Cultura acecha desde la Plaza Nueva.

Pero a los que fuimos se nos ofreció un desfile de bellezas en forma de canciones refinadas de la mano de una soprano lírica ancha, spinto, con sobrado volumen, de bello timbre sombreado, pero también capaz de modular volumen y color para seguir las sinuosidades de los textos simbolistas con un fraseo cuajado de acentos, de matices, de reguladores, con pianissimi bellísimos y una afinación impecable. Gracias a esta pareja de artistas hemos podido conocer las delicadas canciones del matrimonio formado por Robert Dussaut y Hélène Covatti, todo un dechado de cuidado en la escritura vocal al servicio de la profundización en los significados de los poemas, algo que Adriana González cumplió con creces gracias a su voz de registros equilibrados y ensamblados, sin saltos, con solvencia en los graves y un generoso fiato que le permitía enlazar las secciones con un fraseo sinuoso y regulado. Sensacional la messa di voce con la que abrochó Je voudrais m'enivrer de Covatti. Un legato lleno de morbidez caracterizó a su versión de Crépuscule de Albéniz, mientras que en Adieu de Dussaut derrochó técnica sin aparentarlo abriendo y cerrando el sonido a placer de forma elegante y delicada. Con nuevas demostraciones de la generosidad de su fiato, la cantante guatemalteca abordó con perfecta afinación los saltos de octava en El pinar de Obradors, para salir airosa y con éxito de las complejas armonías de las Canciones amatorias de Granados.

A su lado el color y el control del sonido de Encina, quien con su perfecta ténica de pedal y su control del sonido brilló especialmente en las canciones de consumados pianistas como Albéniz y Granados, nada sencillas de acompañar. Aunque no menos digno de aplauso fue la sutilidad de la pulsación y la elegancia del fraseo en las canciones de Dussaut y Covatti.

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