PATRICIA ARAUZO | CRÍTICA

Viaje por el piano de Beethoven

Patrcia Arauzo frente a Beethoven.

Patrcia Arauzo frente a Beethoven. / Luis Ollero

En los veintidós años que median entre las sonatas nº 8 y 10 (1799) y la nº 30 (1821), Beethoven dinamita desde dentro la forma de la sonata clásica y abre el camino hacia la libre fantasía formal y expresiva que recorrerán todos los grandes románticos del teclado. Resulta fascinante comprobarlo en un mismo recital, ver la transformación de las estructuras clásicas en la libre expresión del yo de aquel Beethoven fuera del mundo sonoro y metido en su propio universo de demonios musicales.

Ello ha sido posible gracias al valiente recital de Patricia Arauzo, que se abrió con la sonata nº 10, en cuyo inicial Allegro la pianista se recreó en una pulsación suave, amable, con gracia; y en un fraseo elegante articulado sin excesivo legato. La sabia conjunción de staccato y de pedal y el hincapié en las síncopas del Andante condujeron a un saltarín tercer tiempo caracterizado por el color y la matización del sonido. En la sonata Waldstein pudo apreciarse, en su Allegro con brio, un punto de precipitación en el tempo, con pasajes algo confusos, si bien en el segundo tiempo se instaló Arauzo en una visión pensativa, marcando con el rubato el carácter de interrogación abierta de las frases iniciales. Con amplias dotes de precisión y de agilidad el Rondó salió de sus manos pleno de chispa y de claridad. De la Patética recordaríamos el bello legato y la línea cantable del Adagio, así como la claridad y serenidad del tercer movimiento. Para culminar con la nº 30, declamada con gran atención a los acentos en el primer tiempo, con energía pero sin precipitación en el segundo y con sabio uso del pedal en las variaciones finales.

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