ARTEMANDOLINE | CRÍTICA

De las calles a los palacios

Artemandoline ante el soberbio retablo de Santa Clara.

Artemandoline ante el soberbio retablo de Santa Clara. / Luis Ollero

Como la española bandurria, la mandolina italiana hunde sus raíces en la música popular y tradicional desde la Edad Media y acabará por ser adoptada por la música culta en el siglo XVIII, sobre todo a manos de compositores de la región de Nápoles. Con sus cuatro cuerdas dobles y su pequeño cuerpo abombado, como de media almendra, la mandolina posee un timbre muy característico que pide una gran concentración técnica para hacerle cantar y desplegar líneas melódicas fluidas.

Y así fue, de la mano de este extraordinario grupo de cuyo corazón forman parte Mari Fe Pavón y Juan Carlos Muñoz, dos soberbios virtuosos que sorprendieron por la exactitud y precisión en el uso de la péñola de pavo real y en la complicada digitación de la mano izquierda. Conjunción extrema entre ambos que les hacía pasarse las melodías de uno a otro, intercambiar las partes y desplegar todo un chisporroteo ornamental medido al milímetro. Y consiguieron que en el aire de siciliana del Adagio de la sonata de Brescianello o en el Grave de la de Scarlatti sus instrumentos cantasen con delicadeza e intimidad.Sus arreglos de las diversas piezas basadas en bassi ostinati fueron brillantes, regulando las texturas y las intensidades, con riqueza acentual y fantasía en las combinaciones instrumentales. Especialmente logradas fueron sus versiones de las Marionas de Santiago de Murzia, de la Ciacona de Andrea Falconiero y de las anónimas Folías de España. Contaron para ello con un continuo de lujo en el que sobresalieron el violonchelo fogoso y brillante de Mercedes Ruiz y la guitarra de Manuel Muñoz.

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