Borges posmoderno

Borges fue, como Quevedo, una literatura. Pero una literatura, tentacular y hermética, cuyos orígenes se hallan, no en el rumor desordenado de lo vivo, sino en el vasto silencio de una biblioteca. Ese es, quizá, el motivo de su primacía en la segunda mitad del XX, y la coordenada de su influjo sobre el ensayismo moderno, desde Foucault a Eco. En Borges está, inagotable y enigmática, la libre interpretación de veinticinco siglos de cultura. No se trata, por tanto, de la vana enumeración de un canon; de Zenon de Elea a Walt Whitman, la obra de Borges señala, no a la volátil simetría del logro humano, sino a las remotas fuerzas que anteceden o suceden, que fundamentan y penetran cualquier orden terrestre.

Quiere decirse que la fantasía de Borges es de naturaleza infausta. Su predilección por los metafísicos ingleses, por Tomas de Quincey, por el Alighieri y Kafka, así lo indican. No obstante, hay otros maestros, no tan obvios, que incardinan al argentino en una escolantía que usó de la cultura, de sus nombres y sucesos, al servicio de una imaginación barroca. Me refiero a los relatos de Lugones, al Heresiarca & Cía de Apollinaire, a las Vidas imaginarias de Marcel Schowb, de donde nace, indudablemente, su Historia universal de la infamia. Al cabo, la cultura en Borges es fuente de misterio y ocasión para el dolor; nunca una firme sucesión de hallazgos. No obstante, es esta conversión de la Historia, del dato cierto, en materia para la imaginación, lo que convierte su literatura en un texto inagotable. Borges, como Kafka, utilizó la precisión, el argumentario lógico, para traer la desazón, el oprobio, el absurdo, a la limpia arquitectura del mundo. Su libro Ficciones es un altísimo ejemplo de ello. Así, a veinticinco años de su muerte, en Borges perdura intacta una espectral, una milenaria amenaza: tras el orden de las bibliotecas, tras su inadvertida condición de laberinto, es la selva quien dice su misterio.