Réquiem | Crítica de danza

El soplo vital de la muerte

Una hermosa imagen de la coreografía creada en 1919 por María Rovira.

Una hermosa imagen de la coreografía creada en 1919 por María Rovira. / Guillermo Mendo

Hay poco que añadir sobre la historia, la fuerza, la belleza y la popularidad alcanzada por el Réquiem de Mozart. Tanto es así que han sido muchos los coreógrafos que se han sentido tentados, no solo de ponerle movimiento, sino incluso de descomponerlo para crear sus propias concepciones, como sucediera en la fantástica versión de Alain Platel que visitara el Central hace varias temporadas.

María Rovira, Premio Nacional de Danza en 1998 y con un amplio bagaje de trabajo, en el Ballet Nacional de Cuba entre otros, no ha tocado una coma de la partitura, sino que se ha sumergido en ella -como hiciera antes con Carmina Burana- para expresar su propio modo de afrontar la muerte. Para ello, según ha confesado en varias entrevistas, estuvo investigando las danzas de la muerte y las ceremonias de distintas culturas: indias, chinas, japonesas, americanas y sobre todo, las Danzas de la Muerte que aún se celebran en Vergés.

De todo ello, sin embargo, solo queda una síntesis abstracta, con algún que otro signo religioso -un cuerpo que yace con las manos en el pecho, una bailarina que se santigua…-, en la que prima la vida y el dinamismo de unos cuerpos convertidos, especialmente en su trabajo de brazos, en la expresión de las melodías motoras de la música y del canto, que se imponen casi siempre sobre todo lo demás.

La coreografía, bastante clásica, celebra la vida con escenas corales en las que los doce bailarines se mueven entre el suelo, la tierra que los sostiene, y un afán por alcanzar el cielo a través de los portés y, sobre todo, de unas torres humanas en las que prima el concepto de comunidad. La unión necesaria para formar -como cuando suena la Lacrimosa- una cadena de ADN y perpetuar la vida.

Sin embargo, es en los solos, y especialmente en los dúos mixtos, llenos de saltos y piruetas, donde los bailarines tienen oportunidad de mostrar su técnica y su excelencia.

El vestuario, primero de calle en tonos claros, y luego en una semidesnudez para la parte más espiritual, contribuye al igual que la iluminación a dar esa idea de dinamismo que busca en todo momento la coreógrafa de Mataró.

Con la escasez de compañías privadas de danza que hay en España y las dificultades que que existen para crearlas, hay que agradecer a María Rovira que, tras una brillante carrera en distintos países, regresara a España en 2016, donde sigue creando obras y actividades con la complicidad de la Factoría Cultural de Tarrasa.

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