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Paraíso perdido | Crítica

Diálogo de talentos entre columnas salomónicas

Patricia Guerrero baila a los sones de la viola da gamba de Fahmi Alqhai.

Patricia Guerrero baila a los sones de la viola da gamba de Fahmi Alqhai. / Juan Carlos Muñoz

Estrenado anoche en la iglesia de San Luis, Paraíso perdido era sin duda uno de los espectáculos más esperados de la Bienal. Sus protagonistas, el músico Fahmi Alqhai y la joven bailaora Patricia Guerrero, una de las más completas del panorama actual, habían decidido dialogar sobre unas cuantas piezas de grandes músicos del barroco.

Ya en la Bienal de 2012 habían compartido escenario, junto a Arcángel y a la Accademia del Piacere, la formación de música barroca que lidera Alqhai, en Las idas y las vueltas. Ahora, Paraíso perdido se presentaba como un espectáculo sencillo, un recital que la mano experta de Juan Dolores Caballero enriqueció añadiendo cuatro maniquís al fondo y una servidora de escena que ayudaba a la bailaora a cambiar de vestido y de actitud. Y todo ello, en un marco tan apabullantemente sugestivo como la iglesia de San Luis de los Franceses.

Hay que decir, sin embargo, para que se tenga en cuenta en el futuro, que esa maravilla de iglesia no es apta para el baile, al que discriminó de distintas formas, sobre todo impidiendo su visibilidad más allá de las primeras filas y haciendo que se perdieran, con un suelo que no estaba a la altura, muchos matices de los magníficos pies de Guerrero, parte integrante en ocasiones –como en el fandango- de la partitura musical, mientras la viola da gamba sonó maravillosamente durante toda la velada en las expertas manos de Alqhai.

Este hecho, unido a un calor húmedo de sauna que adhería el vestuario –nuevo y complicado- y la melena al cuerpo de la bailaora, hizo que costara un poco entrar de lleno en este Paraíso que nos habían prometido y que acabaría llegando algo más tarde. ¡Vaya si llegaría!

Patricia Guerrero, con un trabajo coreográfico inspirado en el ambiente callejero del barroco y en los siete pecados capitales, no brilló del todo en su baile inicial, lleno de violencia. Ni siquiera lo hizo, ella que es pura luz, con la sensualidad (que no llegó a lujuria) y la alegría desplegada en las bulerías Marionas o en los Canarios de Gaspar Sanz.

Habría que esperar a piezas como el bellísimo Passacaglia de la Sonata del Rosario del austriaco Biber para transportarnos de verdad a esa cima del arte que solo unos cuantos elegidos pueden alcanzar.

La adaptación de la pieza, escrita para violín y bajo continuo, sonó en la viola a pura gloria, pero el baile de Guerrero, al que una servidora de escena peinó con moño y vistió negro riguroso, colocándole un corazón de Jesús en el pecho, fue realmente sobrecogedor. Utilizando la gasa negra de su vestido ya como bata de cola, ya como mantón, ya como toquilla para cubrirse religiosamente la cabeza y avanzar como encima de un paso hacia el músico, Guerrero fue de los misterios Dolorosos a los Gozosos uniendo sus inmensas cualidades interpretativas a un talento coreográfico fuera de lo común.

En su baile, convertido en pura danza, aparecía, potenciado, todo lo aprendido en anteriores trabajos ligados a lo religioso, como Catedral, así como una sabia alternancia entre la energía imparable de su cuerpo y una contención y una presencia escénica muy raras de ver en artistas de su edad.

Y qué decir de las piezas de Bach, especialmente de la Chaconne de la Partita II para violín BWV 1004 que puso el broche de oro al espectáculo. Ya en 2015, la granadina y el violinista Bruno Axel la habían interpretado en un trabajo que llamaron Touché. Pero verla anoche con su enorme traje azul de grandes volantes, cargada de una ira que solo se disolvió girando y girando y girando sobre sí misma hasta la extenuación (más la nuestra que la de ella) envuelta en unos acordes, misteriosos y matemáticos, que parecían ascender hasta el cielo por las columnas salomónicas de los altares, fue una experiencia que será difícil olvidar.

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