Tosco & Kuchaeva | Crítica

El canto plateado de la viola

Natalia Kucháeva y Francesco Tosco en el Espacio Turina.

Natalia Kucháeva y Francesco Tosco en el Espacio Turina. / P.J.V.

Francesco Tosco lleva un par de años dando brillo a la sección de violas de la ROSS, que había quedado un poco huérfana después de la jubilación del estupendo Jacek Policinski. Natalia Kucháeva está asentada desde hace más tiempo en Sevilla, donde ha colaborado a menudo como correpetidora con el Teatro de la Maestranza y demostrado siempre en sus comparecencias escénicas una técnica formidable y una sensibilidad exquisita.

Se reunieron para un programa que a priori era ya excelente, pues reunía tres obras escritas en apenas un cuarto de siglo que son otras tantas joyas del repertorio de los violistas de nuestro tiempo. Sin los fulgores restallantes del violín ni las honduras melancólicas del violonchelo, la viola ha tenido que cargar siempre con cierto trato desdeñoso, por su papel a menudo secundario, de relleno armónico, en las grandes obras sinfónicas, pero ese registro medio, esa voz plateada, no sólo es fundamental para dar lustre a cualquier orquesta y equilibrio a los cuartetos de cuerda, sino que puede lucir esplendorosa como solista.

Eso demostraron Tosco y Kucháeva con su extraordinario recital, que abrieron con las dos piezas más modernas del programa, ambas escritas en 1919. La de Rebecca Clarke combina ímpetu y refinamiento a partes iguales; la de Hindemith es poliédrica, salta de la fantasía desbordante de su arranque al contrapunto del final, de notable complejidad rítmica y armónica. Apoyado en una Kucháeva con un sentido siempre refinado de la línea, Tosco mostró un sonido limpísimo y de una homogeneidad sin tacha, un arco flexible,  capaz de dar a la música lo mismo el sentido extático del Adagio de Clarke que la intensidad vibrante de su comienzo. Admirables los contrastes en la sonata de Hindemith, con progresiones dinámicas que hacían sentir el peso individual de cada nota.

Y luego vino Brahms. Su Sonata, original para clarinete pero enseguida adaptada por él mismo para la viola, fue escrita en 1894, y forma parte de ese corpus final de su catálogo en el que todo se dice de forma esencialista, depurada. En abierta oposición al final agreste de Hindemith, Tosco y Kucháeva abrieron la obra con un canto dulcísimo, en el que viola y piano fueron todo tersura. De repente, era como si tras la tormenta, el cielo se hubiera abierto y nos sonriera. Pero no hay que confundirse: en Brahms puede haber también pasiones descarnadas, y bien que las mostraron, muy especialmente en el enérgico Scherzo, maravillosamente contrastado con el final desnudo, austero, calmo, delicadamente conducido a su brillante final.

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