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Literatura

Hijos del diablo

  • Trama publica las memorias de Tom Maschler, en las que el prestigioso editor repasa su dilatada trayectoria en Jonathan Cape y las relaciones con los autores de su catálogo

Hay editores que escriben libros de memorias y otros que se limitan a dejar constancia más o menos prolija de su trayectoria profesional. Entre los primeros, por ceñirnos a los españoles, estarían Carlos Barral, que imprimió a su célebre trilogía un sesgo inequívocamente literario, o bien Jaime Salinas, cuyas memorias acaban precisamente en el momento en que descubre su insospechada vocación de editor. A la segunda categoría pertenecen los libros de Mario Muchnik o Rafael Borrás, que contienen evocaciones autobiográficas pero están sobre todo orientados a contar la relación del editor con sus autores, los distintos proyectos en los que ha tomado parte, los entresijos de la profesión o de la industria. Son las llamadas "memorias de editor", libros repletos de anécdotas y nombres propios, más cercanos al inventario o la recopilación de semblanzas -y aquí podrían citarse los libros de Jorge Herralde- que a la literatura autobiográfica. Publicado en la interesante colección Tipos Móviles de la editorial Trama, que dirige Manuel Ortuño, las memorias de Tom Maschler -Publisher, 2005- son un ejemplo típico de esta segunda categoría.

Nacido en Berlín pero emigrado primero a Viena y después a Londres, donde ha desarrollado su carrera profesional, Maschler es un referente incuestionable de la edición inglesa en la segunda mitad del siglo XX. Tras un paso fugaz por varias editoriales, entre ellas Penguin, comenzó a trabajar en la prestigiosa Jonathan Cape, de la que llegó a ser director editorial y más tarde presidente. Además de publicar a algunos de los mejores escritores ingleses de las últimas generaciones, y de acoger en su catálogo a importantes autores de otras lenguas, fue uno de los principales impulsores del Booker Prize, que él mismo califica como su "aportación más útil y más duradera". Culto, desenfadado, elegante y con casita en el campo -muy cerca de Hay, en Gales, donde nació el famoso festival-, Maschler es el paradigma del editor ilustrado, que combina la sólida formación, el buen gusto literario, el criterio para apreciar la calidad y el olfato para apostar por ella. Además, no conviene olvidarlo, de la capacidad de empatía para conectar con los autores, cuando ello es posible, y de la paciencia para soportarlos durante horas o días o semanas, esa parte social del oficio que algunos juzgan muy excitante aunque puede llegar a ser -quien lo probó lo sabe- una dolorosa tortura.

Las memorias comienzan con el relato de cómo el azar o la buena fortuna llevó a un recién llegado a editar el libro póstumo de Hemingway, París era una fiesta, para lo cual el joven Maschler se trasladó, sólo un mes después de la muerte del norteamericano, a su rancho de Idaho, donde trabajó con la viuda del escritor -que según cuenta le tiraba los tejos- hasta dar forma al manuscrito. Es un comienzo prometedor, seguido de un esbozo autobiográfico donde Maschler rememora "los primeros tiempos": el exilio de su familia después del Anschluss -el padre era culpable de tres delitos: "ser judío, ser socialista y ser editor"-, los años de juventud en Roma y París, el fracaso de sus intentos para hacer carrera como director de cine. En particular, el retrato del padre es excelente, y tal vez habría merecido mayor desarrollo. La segunda parte del libro, aunque amena e interesante, no está a la misma altura.

Joseph Heller, John Fowles, Salman Rushdie, Doris Lessing, Kurt Vonnegut, García Márquez -"el más grande de los novelistas vivos"-, Roald Dahl, Bruce Chatwin, Tom Wolfe, Thomas Pynchon, los dos Amis, padre e hijo, Julian Barnes, Ian McEwan... Son algunos de los autores del catálogo de Cape que desfilan por estas páginas, en breves capítulos que repasan su relación personal, no siempre amistosa, y los títulos editados en cada caso. Como ha señalado Rodríguez Rivero, el relato elude profundizar en aspectos de la edición acerca de los que habríamos esperado la opinión de un profesional tan veterano y cualificado. Maschler ha preferido hilvanar recuerdos y anécdotas, algunas muy divertidas, pero a un editor de su categoría cabría pedirle que vaya más allá de contar los caprichos de diva de Lauren Bacall. Los almuerzos, las sobremesas, las veladas, las excursiones no son la parte más interesante de la profesión, aunque sean el peaje obligado. Hay también demasiada autocomplacencia, y un grado de confidencia que se aproxima peligrosamente al cotilleo. El lector no se aburre, pero tampoco extrae demasiado provecho. Uno se queda con la impresión de que Maschler debe de ser un conversador extraordinario, pero no ha sabido o no ha querido trasladar a la escritura sino su faceta más superficial. Con todo, se hace querer: el día de su cumpleaños, aparece retratado, junto a Ian McEwan, con una camiseta que lleva estampada -en inglés, claro- la leyenda: "el mejor editor del mundo tiene sólo sesenta años".

Coda: El editor español del libro ha tenido la feliz humorada de incluir en el colofón la conocida sentencia de Goethe: "Todos los editores son hijos del diablo. Para ellos tiene que haber un infierno especial". No consta que el poeta alemán lo dijera en broma.

Tom Maschler. Trad. Pepa Linares. Editorial Trama. Madrid, 2009. 256 páginas. 24 euros.

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