Kurosaki & Prego | Crítica

Historias barrocas entre la poesía y el drama

Ignacio Prego e Hiro Kurosaki en el Espacio Turina.

Ignacio Prego e Hiro Kurosaki en el Espacio Turina. / P.J.V.

Dos espíritus diferentes, incluso contrapuestos, pese a que nacieron con pocas semanas y kilómetros de distancia, Bach y Haendel, en las manos de dos auténticos maestros de sus instrumentos, Kurosaki y Prego, para un concierto de muchos quilates.

Decía el violinista (japonés, austriaco, español) que detrás de las obras barrocas casi siempre hay historias, y el dúo buscó justamente eso, volcar el peso de sus interpretaciones en la retórica, y para ello Kurosaki supo sonar tan dramático como en el Affetuoso de la Sonata en re mayor de Haendel, tan patético como en el arranque de la Sonata en do menor de Bach, tan pastoral como en el Dolce de la Sonata en la mayor de Bach y tan espontáneo y despreocupado como en la Sonata en la mayor atribuida a Haendel. Quien quiera que escribiera esta obra (parece que no fue el sajón) tenía una gracia especial para la melodía, y a eso se dedicaron los intérpretes, a hacer que las melodías sonaran lo más bonitas que se pudiera, Kurosaki enfatizando el lirismo de su sonido, Prego ornamentando su parte en un diálogo delicioso con su compañero.

Para las sonatas en trío de Bach, la claridad dialógica que sustenta la profundidad de su contrapunto es la clave, y ahí el trabajo de Ignacio Prego fue excepcional: su mano derecha respondiendo frecuentemente al violín, cuando no robándole el protagonismo (como en el maravilloso movimiento lento de la 6ª sonata que tocaron de propina), la izquierda soportando y guiando las progresiones armónicas, todo con una transparencia superlativa y un control maravilloso sobre el tempo que es obviamente el elegido por los dos, y que fue tratado con flexibilidad y plasticidad verdaderamente mágicas.

Nunca dejaron caer las articulaciones: las frases se sucedieron ágiles, con acentos bien marcados. Esa tendencia habitual de Kurosaki al sonido agresivo, un punto agreste, funcionó además de forma soberbia en la Sonata en re mayor de Haendel, en mi opinión el punto álgido de toda la velada por el carácter teatral que los dos intérpretes fueron capaces de imprimir a la música: sí, era como asistir a una ópera sin palabras para gozar de ese sonido esplendente, brillantísimo del violinista ensanchándose hasta lo dramático en el inicio para aligerarse luego en la brujuleante danza final. Fascinante.

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