La Historia y el régimen estético

Cadencia Editorial reúne dos ensayos breves de Jacques Rancière sobre cine y pintura, y sobre el núcleo político de cualquier esfuerzo estético.

Alfonso Crespo

20 de octubre 2013 - 05:00

Figuras de la Historia. Jacques Rancière. Trad. Cecilia González. Eterna Cadencia. Buenos Aires, 2013. González. 85 páginas. 19 euros

Dos textos cortos (Lo inolvidable y Sentidos y figuras de la historia), dos artes, el cine y la pintura, y el viejo problema de la representación de la historia. Rancière es aquí escueto y punzante, y va al grano, así su habitual reflexión sobre el núcleo político de cualquier esfuerzo estético -según la manera en la que los artistas recortan y redistribuyen lo sensible en los mundos paralelos de sus obras- se centra en casos muy concretos, lo que parece vivificar el esfuerzo del pensamiento. En lo que al cine se refiere, el filósofo parte del arranque de Le tombeau d'Alexandre (1993) de Marker, de aquel documento en el que el general Orlov exigía respeto a la multitud ante el paso de la familia imperial, para discurrir sobre lo que el advenimiento del ojo maquínico y la proliferación de imágenes en movimiento de base fotográfica llevaba aparejado: el poderoso y el infame ocupando la misma imagen, la misma cinta; la equiparación de los que pertenecen al orden de la memoria con los que no tenían nada que ver con él. Se democratizaba la luz, bella metáfora, al tiempo que en la realidad se agudizaban las desigualdades.

Luego Rancière analiza las implicaciones de ese anudamiento entre el destino del cine y el destino histórico común, el recuento de las tensiones de un arte que el filósofo califica de "inmediatamente romántico" al consumar el concepto de la obra artística como igualdad entre procesos conscientes e inconscientes: el cine, que no tardó en acumular utopías fracasadas en los estratos de sus imágenes, bascula entre ficción y vida, documento y monumento, entre momentos significantes y a-significantes, que los grandes cineastas del documental (por ejemplo Humphrey Jennings) advirtieron a la hora de componer películas que mostraban la capacidad de lo real para interesar por igual al ojo de la máquina y al ojo del artista. Pero la reflexión ontológica que Rancière establece en Lo inolvidable para pensar el cine en relación a la representación de los acontecimientos históricos va encaminada, sobre todo, a ahuyentar el fantasma de escépticos y negadores, de aquellos que ante la inexistencia de huellas dicen que lo que fue no ha sido. "Al amparo de una frase precipitada de Adorno -escribe más tarde Rancière- el rigor irrepresentable de los campos y el rigor antirrepresentativo del arte moderno celebran con excesiva facilidad unas bodas retrospectivas". Y es el regreso al Lanzmann de Shoah (1985), a los Straub de Fortini/Cani (1977) o al Des Pallières de Drancy Avenir (1997) lo que permite al filósofo discurrir con admirable precisión y sorprendente facilidad sobre el último gran encuentro entre el destino del cine y el de la historia de los pueblos, ése por el que el arte consiguió de nuevo dar a ver lo invisible a partir del conflicto entre sus elementos constitutivos, en este caso la banda de imágenes y la de sonido (que ocupa una palabra regenerada, arrancada del silencio de los textos y del engaño de los cuerpos). Se trata del cine de la palabra y su resonancia afrontando el mutismo de la tierra; la prueba inequívoca de que lo contrario del sistema representativo no es lo irrepresentable.

En Sentidos y figuras de la historia Rancière reincide en este conflicto entre historia y representación a partir de la pintura y sus poéticas modernas. Así, tras definir cuatro sentidos de la historia -a la vez entrelazados y opuestos- repararando en sus manifestaciones pictóricas (la que colecciona lo que es digno de convertirse en historia; la que condensa la representación de un instante privilegiado; la que se atestigua a través de la masa coloreada, por ejemplo en Goya, de la que emergen personajes y sentido; y aquella que se desentiende de los destinos colectivos e inaugura el tiempo en el que cualquiera y cualquier cosa hacen historia), el filósofo describe las poéticas enfrentadas a los cánones de la representación que tomaron cuerpo en la pintura moderna del siglo XX después de hacerlo en la literatura y el pensamiento y cómo éstas cruzan y se enfrentan a esos cuatro sentidos de la historia deparando formas de pintura. La primera poética es la que llama la "simbolista/abstracta", que se impone la tarea de reemplazar la representación por otro orden equivalente y análogo, que oponga a la imitación de las cosas y los seres la expresión de los vínculos que los relacionan. Es el caso de Kandinsky o Barnett Newman. La segunda, la "simbolista/expresionista", ajusta la sincronía con el tiempo de la historia a partir de una metamorfosis que hace que lo representado, la materia y la forma intercambien sus poderes: Rancière recurre aquí al Action Painting, a Asger John y Otto Dix. Por último, la tercera de estas poéticas, aquí denominada "(sur)realista", fija su interés en la brecha entre formas y temas, en la pérdida de la dependencia jerárquica de las figuras con respecto a los contenidos y disposiciones; en una figuración que se desliga de las reglas de la representación: De Chirico, Larry Rivers. El filósofo termina el penetrante opúsculo afinando y desarrollando estos cruces entre sentidos y poéticas, estas tres formas de pintura histórica.

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