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Cultura

Hou Hsiao-Hsien, oráculo del presente

Desde HHH- Un portrait de Hou Hsiao- Hsien (Olivier Assayas, 1997) sabemos con certeza aquello que era posible intuir desde el primer filme de Hsiao-Hsien que vimos, Los chicos de Fengkuei (1983), que el maestro chino-taiwanés era de la estirpe de Truffaut, de los "salvados por el cine". Como el director de Los 400 golpes, Hou Hsiao-Hsien iba para matón de barrio, con la casi segura ofrenda a la posteridad de un cadáver joven. Un destino similar al de los personajes de su Adiós, Sur, Adiós, -uno de los dos estupendos filmes (el otro, Hombres buenos, mujeres buenas) que Filmax edita entre nosotros-, a los que aprendió a tallar en la distancia. Pues, si nunca llegaremos a conocer los detalles de su via crucis de vuelta a la legalidad y primeros pasos en la exploración de las posibilidades artísticas del cine, lo que es evidente es que pocos como él han logrado dar esos significativos pasos hacia atrás para filmar aquello que se conoce y hacerlo sensible al resto de los mortales. Posiblemente sólo Ozu, al que, no será baladí, Hsiao-Hsien homenajeara no hace demasiado en Café Lumière, lo supere en la producción en el espectador de esa inefable sensación que apunta a la radicalidad del cine como alucinador de vida.

Adiós, Sur, Adiós y Hombres buenos, mujeres buenas, podrían relacionarse en muchos aspectos, uno de ellos, que advierte de una constante en la filmografía del cineasta, el muy moderno establecimiento del presente como fugacidad inaprehensible y fuente de desorientación. Así, tanto los jóvenes y no tan jóvenes delincuentes del primer título, como la actriz en crisis sentimental y existencial del segundo (por no hablar, en este caso, de los personajes históricos que son invocados en la reconstrucción cinematográfica en la que la actriz protagonista trabaja), sufren las heridas físicas y psíquicas del que planta los pies en suelo resbaladizo, ése determinado por un pasado que ha roto el puente del presente hacia el futuro. Hsiao-Hsien, para quien el cine, desatendida la codificación habitual para las historias con causas y efectos, es una cuestión de personajes (cuerpos) y atmósferas, se encarga de poner en escena unos bloques de tiempo, ya dilatados, ya hechos añicos a ritmo de música electrónica, que, en paralelo a los espacios de un drama, logran el objetivo del observador tocado por la gracia: que los hagamos propios, sientiéndolos cercanos a nuestro devenir. Así es como un paseo liberador en moto, una pelea vista a lo lejos, la ambivalente conversación de una sesión de intimidad, o el estupor ante una injusticia histórica nos miran con inteligencia.

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