Iris Azquinezer | Crítica

Caída y ascenso del violonchelo

Iris Azquinezer en el Espacio Turina.

Iris Azquinezer en el Espacio Turina. / Luis Ollero

Culminaba Iris Azquinezer su viaje por las seis suites de Bach, y lo hacía arrancando con una simbólica Catábasis, una caída al dolor de ese do menor de la 5ª suite que tan bien representa su Sarabande, para ascender luego por la vía mística de San Juan de la Cruz al espíritu radiante de la , rematada por una Verde Vida llena de esperanza. La música de la violonchelista madrileña dialoga con la de Bach y lo hace desde modales guiños orientalistas y una indiscutible voluntad representativa, pero es obviamente Bach quien dominó su recital.

Desde el arranque del Preludio de la , limpio, franco, sin vibrato, se apreció una interpretación volcada hacia lo íntimo, introspectiva, de una sensibilidad honda y sincera, en absoluto exhibicionista, ni siquiera en las exigencias de la , con esas cuerdas múltiples y ese registro agudo que requiere abundante uso del pulgar: todo lo salvó con afinación pulcra y absoluta precisión, también con naturalidad, sin alharacas. De hecho si algo se le puede achacar a su Bach es que no exteriorizara más algunos contrastes (por ejemplo, los dinámicos entre las dos gavotas). El sonido de su violonchelo es cálido, con bellos armónicos, aunque no especialmente profundo ni resonante. Su fraseo es elegante, distinguido y, aunque las repeticiones son casi milimétricas, supo cómo manejar el tempo con la plasticidad que requería cada momento de la obra. Todo estuvo puesto al servicio de la expresión, así que la famosa Sarabande sonó en verdad doliente, y desde allí su violonchelo ascendió en busca de la luz hasta el tono vitalista y brillante de las gavotas y la giga finales.

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