Jan Martens | Crítica de danza

Una esperanzadora armonía de identidades

El heterogéneo grupo de bailarines y bailarinas en una de sus sugestivas marchas.

El heterogéneo grupo de bailarines y bailarinas en una de sus sugestivas marchas. / Phile Deprez

Como los buenos manantiales, la factoría de danza contemporánea que es Bélgica no para de producir. En esta ocasión es el bailarín y coreógrafo Jan Martens quien visita por primera vez Sevilla y el Teatro Central con su espectáculo de mayor formato, any attempt will end in crushed bodies and shattered bones. (cualquier intento se saldará con cuerpos aplastados y huesos rotos).

Martens, sin embargo, no es ningún novato. Con menos de 40 años, lleva doce creando para su compañía y para muchas otras, aunque su respaldo definitivo le llegó en julio de 2021 en el Festival de Aviñón, donde bailó un solo (Elisabeth gets her way) y presentó este poderoso trabajo (su pieza número 18) con un cuerpo de baile heterogéneo donde los haya, compuesto por 17 intérpretes de edades comprendidas entre los 18 y los 71 años.

Martens, que ha trabajado con aficionados y con niños, reúne aquí a una multitud de identidades que, a contracorriente de la época que atravesamos, encuentran un modo de caminar unidas, de expresarse y de rebelarse contra el orden establecido, respetando siempre el espacio y la libertad del otro y asumiendo una presencia que tiene mucho que ver con la resistencia y con la resiliencia.

Partiendo del título (una frase del presidente chino en relación con los manifestantes por la independencia de Hong Kong) Martens elabora una pieza muy conceptual donde, con la precisión de una ecuación matemática, va cociendo lentamente, a veces con unos tiempos exasperadamente lentos, un modo de mantener activos y en lucha a los individuos en un planeta lleno de injusticias sociales.

En su riguroso y espectacular organigrama, la danza no parece perseguir el virtuosismo, aunque algunos de los intérpretes demuestran una técnica más que notable. De hecho, hay algunos que proceden del campo del mimo o de la performance y cada uno de ellos ha construido sus variaciones partiendo de la improvisación y de su propio bagaje.

Una partitura no exenta de gestos violentos –en las escenas corales son los puños los elementos portantes- ni de guiños a las diferentes corrientes dancísticas, incluidas las danzas tradicionales y el folklore africano y asiático. La escena central de la pieza, una de las más largas y sugestivas –con un guiño a la Tragedie de Olivier Dubois que también visitó este teatro- es aquella en la que los 17 individuos caminan por el escenario en una marcha que fluye en distintas direcciones, o en unos círculos que se agrandan o se deshacen al ritmo del concierto para clavecín y cuerdas n.º 40 de Górecky.

La poderosa música de Górecky no dejará de repetirse a lo largo de la obra, junto a algunas canciones protesta y a las palabras retadoras de Kae Tempest, vivo exponente del spoken word británico.

En la segunda parte se proyectan en el fondo algunos textos de Spring, de la autora escocesa Ali Smith. Pasan velozmente y en inglés, por lo que nos dejan solo frustración y algunos flashes que hablan de tortura y de odio. Palabras demasiado cargadas que amarran un discurso coreográfico hasta aquí espontáneo, aunque disciplinado, y completamente abierto a la fantasía de cada espectador.

El imaginativo, aunque monocolor vestuario juega un papel fundamental. Por eso, los intérpretes cambian en escena sus shorts y sus trajes grises para encarnar una explosión de rojo, sin duda el color de la rebeldía y de la resistencia.

Y así, con estos fantásticos trajes rojos, completamente diferentes entre sí, se produce una catártica escena final en la que la energía expansiva de la escena llega gozosamente al espectador dejándole una buena dosis de esperanza.

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