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Joaquín Sáenz, un enamorado del arte

  • El pintor sevillano, gran paisajista que creó también hermosas y personales escenas de interiores, fallece a los 85 años

  • Su faceta de cartelista, muy celebrada, le dio popularidad

Se nos ha ido Joaquín Sáenz. El pintor y el amigo. Sus últimos años no fueron fáciles. Nos faltó su pintura pero podíamos disfrutar de su conversación que unía la condición del buen narrador a una cierta sorna siempre cariñosa.

Desde niño se sabía que iba para pintor. Ya entonces miraba, descarado, los dibujos que trazaba Hohenleiter, pintor y cartelista, en una mesa del Bar Gonzalo, en la calle Alemanes. Su padre nunca estuvo muy conforme con que el muchacho se dedicara al arte y pronto, con sólo 13 años, lo incorporó a la imprenta que había abierto en la calle San Eloy. Allí trabajó Joaquín con Manuel Mumpao, el dibujante de la imprenta (entonces nadie los tenía por diseñadores). Después, en casa, repetía lo hecho para corregir las deficiencias que Mumpao, exigente, le había señalado.

Años después acude a la Escuela de Artes y Oficios. Sólo el tiempo justo de las clases y regresa de inmediato a Gráficas del Sur. En esas fechas la familia se ha mudado a la calle Fernán Caballero y Joaquín frecuenta el cercano Museo de Bellas Artes. De cuanto allí ve (en especial el San Jerónimo de Torrigiano y el retrato que hizo el Greco de su hijo Jorge Manuel) habla con Jaime Burguillos, José Gil y Pepe Soto, alumnos también de Arte y Oficios. Joaquín continuará su formación con Rafael Cantarero, en el estudio del pintor, cercano a la imprenta, y después en la Escuela de Bellas Artes, como libre oyente de Miguel Pérez Aguilera y Rafael Martínez, de los que siempre guardó un excelente recuerdo.

Aún hay que añadir dos encuentros claves para su formación. El primero con el cante jondo. En un espectáculo de la compañía de Antonio Ruiz Soler, Antonio, oye cantar a Mairena y se adentra de lleno en ese mundo. Tenía en él un buen amigo, el poeta y catedrático de Derecho Alberto García Ulecia, pero hará muchos más: Francisco Moreno Galván, pintor y poeta, el pianista Pepe Romero y los cantaores Chocolate, Rancapino y José Meneses, que cada año cantaba al Cristo de la Buena Muerte desde la casa de Joaquín y Carmela, en la calle Gamazo.

El otro encuentro se da en la galería La Pasarela, con un cuadro abstracto de Gustavo Torner. En él vio Joaquín "un paisaje: tierras marrones, líneas del olivar verdinegro, cielo nublado de verano". Sus paisajes se transforman. Evitan cualquier anécdota para hacer justicia sólo a la tierra. Así nace el breve y excelente Paisaje de Morón, subtitulado La joyita, porque Carmen Laffón así lo calificó al verlo. Joaquín inicia así un difícil camino en el paisaje: dar cuenta de su relación con la naturaleza, sin mutilación ni adorno. García Ulecia, lúcido, dijo que la mirada de Sáenz era "como un viento que roza mas no abate".

Sáenz pinta y expone, pero sigue siendo -dice a Paco Correal- "como Julián, el de La verbena de la Paloma, cajista de imprenta, lo que llaman tipógrafo". Se mantiene en la imprenta. Su cabeza de romano surge entre montones de pruebas y pedidos. Allí lo buscan y encuentran muchos amigos a los que atiende con la soltura de un gran conversador. Uno de ellos, Fernando Zóbel, ve los bocetos de unos interiores de la imprenta y le anima a trabajarlos. Los cuadros pueden verse hoy en la Casa de la Provincia. Alguno se guarda en la Cartuja. Para pintarlos cumple estrictamente los horarios de trabajo, por eso el reloj de la imprenta, en los cuadros, marca la hora libre del almuerzo. Moreno Galván sacó punta al asunto en un poema: "Me gustaría a mi tené, / pa que el tiempo no pasara, / colgaíto en la paré / un relojito sin cuerda / con las manillas en las tres".

Sáenz fue sobre todo un gran paisajista. En verano, Vejer, El Palmar y sobre todo Conil, donde logra su mejor cuadro, Playa de Bateles. El resto del año, Sevilla, en especial el río: las marismas, vistas desde la Cartuja, el entorno de la Punta del Verde, y el aterramiento de Chapina donde recoge el perfil y las luces de Triana. Obras siempre con la contenida empatía de aquel inicial Paisaje de Morón.

Tampoco este trabajo lo aparta de su menester de impresor. Trabaja con rigor la litografía relacionada con el dibujo. Elaboró diseños comerciales, no faltos de interés, pero los originales se pierden. Hizo al carbón un delicado retrato de su mujer, Carmela; al pastel, un dibujo más reservado, un lirio que guarda la Hermandad del Calvario; más ambicioso (carbón, pastel y sanguina), el del centenario del Cachorro. Trabajó con rigor la litografía (que conoció de joven en el taller que su padre abrió en Triana, prolongación de la imprenta) en cuidadas obras gráficas (que solía completar con trazos autográficos) y en carteles, como el de Juan de Mairena para el Teatro del Mediodía. El cartel quizá más logrado (además del dedicado al Cachorro) es el de la primera edición de la Bienal de Flamenco de Sevilla, en 1980. No es una litografía, sino un offset sobre un cuidado dibujo al pastel, pero en la pieza se detecta al esmerado impresor junto al pintor y al experimentado litógrafo. Que el cartel se dedique al flamenco lo convierte en síntesis de la personalidad de Joaquín Sáenz que, antes que artista, era un enamorado del arte.

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