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Highlands | Crítica de danza

Hartos de ver las cosas como son

En una tarima móvil o caminando, los músicos y los cantantes participan plenamente en la escena.

En una tarima móvil o caminando, los músicos y los cantantes participan plenamente en la escena. / Tristán Pérez-Martín

Han pasado dieciocho años desde que aquel solo de María Muñoz, titulado sencillamente Bach, empezara a germinar en la mente y el corazón de Mal Pelo hasta llegar a este Highlands, la cuarta, última y -con 16 personas en escena- más ambiciosa entrega de su Bach Proyect.

En enero de 2020 disfrutábamos en este mismo escenario de On Goldberg Variations/Variations. Nada hacía presagiar que algunos meses más tarde viviríamos una pandemia de cuyas consecuencias, entre otras un feroz miedo a la muerte y una perentoria necesidad de contacto, nadie podría librarse.

Una pandemia que, en el silencio de su privilegiado espacio de trabajo en medio de la naturaleza, dio lugar a Inventions primero, creada para espacios singulares, y luego a Highlands.

Después del camino recorrido con los cuatro músicos y los cuatro cantantes, el espectáculo presenta una estructura musical muy sólida sobre la que se apoya o se entrelaza la estructura coreográfica y una dramaturgia textual cada vez más presente en los trabajos de Mal Pelo. Esta vez con poemas de John Berger -cuya voz se oía ya en On Goldberg-, letras siempre provocadoras de Nick Cave y una vuelta a Erri de Luca, cuyo Considero valor vuelve al escenario en la voz de Muñoz.

Frente al cubículo blanco del Goldberg, en este trabajo, cuyo nombre hace referencia a ese lugar seguro que todos buscamos, Mal Pelo crea una atmósfera más oscura, más misteriosa, más ancestral si se quiere.

Un rectángulo de linóleo delimitado por cuatro piedras colgadas a modo de péndulos permite que haya un dentro y un fuera en el propio escenario, un lugar para la acción y otro para la observación, incluso para el reposo.

Al igual que la música barroca del genio alemán, -que aquí se complementa con algunos fragmentos de Purcell, György Kurtág, Ärvo Part, Britten y Haendel- la danza de Mal Pelo es sencilla y llena de complejidad, fluida y tensa a la vez, con una energía fuerte, pero no exenta de suavidad, incluso violenta -como en el dúo entre Federica Porello y Pep Ramis-, pero nunca exenta de complicidad, de sed de contacto físico, de conciencia de estar en un mismo barco cuyo destino final nadie conoce.

Una danza que acompaña, juega o incluso descompone las fugas y los contrapuntos de Bach, que discute con el Lascia ch’io pianga de Haendel -todos los músicos y cantantes intervienen en las distintas escenas- o se ilumina con el fragmento de los conciertos de Brandemburgo. Una danza que deja su estela en el espacio gracias al vuelo de los faldones de las chaquetas y de esos abrigos oscuros tan del gusto de la compañía fundada en 1989 por Pep Ramis y María Muñoz.

Cada uno con su propia temperatura y sus modos de expresión, ya suaves ya a grito pelado (como Miquel Fiol) ya cantando junto a la soprano, como el propio Ramis, el espectáculo se va llenando de registros, de contenido. Aparece el tema de la inmigración, con unas magníficas marchas corales por todo el espacio mientras cuatro pantallas nos muestran bosques o paisajes helados. O el de la identidad. Porque hay muchas capuchas, mascarillas y una fijación enorme por los nombres que no se dicen, -‘hombre pequeñito’, llaman a uno de los bailarines desde un altísimo sillón-.

Un universo sonoro, visual y emocional, extraordinariamente sugestivo que, como toda obra maestra, permite múltiples de lecturas, y que va evolucionando hasta llegar un círculo final de cuerpos y voces. Un encuentro sin jerarquías que los dejan y nos dejan en un mundo sin tiempo, en una esperanza de futuro, porque, como dice uno de los poemas, “estamos hartos, cansados de ver las cosas como son”.

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