Manuel González Santos, una verdad sin énfasis
El Bellas Artes expone tres obras del pintor donadas por su nieta, dos retratos y un desnudo femenino que revelan el dominio de la luz y la sutileza del maestro sevillano.
Manuel González Santos (Sevilla, 1875-1949) fue un hombre de una inteligencia alejada de lo solemne, que percibía que también los motivos modestos y la realidad más próxima escondían una belleza sutil y enigmática. Ni su obra, de corte clásico y amiga de la austeridad, aunque no por ello carente de una evolución, ni su biografía, apacible y fiel a unos pocos escenarios -Sevilla, Alcalá de Guadaíra, Sanlúcar de Barrameda- y a las instituciones de su ciudad, contribuyeron a hacer de este pintor enamorado de la naturaleza y de la luz una leyenda: este sevillano sobrio vive antes en el interior que en el exterior; se consagra a su vocación de una manera tan auténtica que no se desvela por promocionarse. "La vida de González Santos -cuenta su nieta Adela Perea González- sigue siendo su pintura; muy activo, nunca satisfecho, concibe su oficio como una búsqueda constante, hecha con disciplina y entusiasmo. Consciente del valor de su obra (...) rehúye el trato de la prensa, no persigue el favor de la crítica. De carácter retraído y escasa vida social -aunque de amena conversación y sólidas amistades- es poco aficionado a tertulias y en el trabajo también procura mantenerse independiente, al margen de grupos; antes que cualquier otra cosa prefiere refugiarse en su estudio", apuntaba Perea en su libro Manuel González Santos, editado en la colección Arte Hispalense de la Diputación de Sevilla.
El Bellas Artes de Sevilla reivindica hasta el 30 de junio la figura de este creador a través de dos de los registros para los que estaba más dotado, el paisaje y el retrato. La pinacoteca muestra tres donaciones realizadas por su nieta Adela Perea en 2012: A orillas del lago, un desnudo femenino fechado en 1914, cuando su autor se aproximaba a los 40 años, y dos obras de madurez, un retrato de su esposa, Adela Narbona, de 1931, y un autorretrato pintado poco después, en 1932. Las tres piezas coinciden en revelar la maestría de González Santos en la técnica del pastel.
En A orillas del lago, el pintor se inspira en El almuerzo en la hierba de Manetpara perfilar la postura de la muchacha protagonista. En la estampa se aprecia un contraste que resulta característico en la obra de González Santos: un preciso desnudo femenino se antepone a un paisaje difuminado. No hay una marcada voluptuosidad en el conjunto; la elegancia de la composición, su marcado clasicismo, la paleta de colores amables, parecen invocar a una serena espiritualidad.
Los dibujos de González Santos y su esposa proponen un interesante diálogo con otra sala del Bellas Artes en la que se exponen retratos de otros artistas como Jiménez Aranda o Villegas, de modo que el visitante pueda conocer el aspecto físico de algunos referentes de la pintura sevillana. El caso del autorretrato de González Santos es particularmente relevante: se trata de un autor poco dado a la vanidad que ofreció escasas representaciones de sí mismo. Tanto en esa obra como en la dedicada a su mujer su artífice despliega un fondo negro en el que irrumpen los rostros, un recurso en el que González Santos demuestra de nuevo su poderoso dominio de la luz. Tampoco hay subrayados en el gesto serio, digno pero no altivo, de los personajes.
Porque en la obra de este pintor de un naturalismo "siempre matizado", maestro decisivo en la formación de Carmen Laffón, reside una verdad que no necesita recurrir a ningún tipo de énfasis. Para Adela Perea, su abuelo era un artista "que representa lo que hay a su alrededor, los lugares en los que transcurre su vida, no le atraen los grandes temas sino aquello que impresiona sus sentidos, pinta como ve y piensa y de esa forma intenta seducir. Su obra, hecha con mirada fresca y penetrante, va adquiriendo con el paso del tiempo una estética propia, una definida personalidad, basada en el interés por las cosas sencillas, la delicadeza y el refinamiento formal".
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