Manuela | Crítica de flamenco

El baile majestuoso de Manuela Carrasco brilla en el Maestranza

El espectáculo de Manuel Carrasco en la Bienal de Flamenco 2022 / Antonio Pizarro

Como solo sucede con las más grandes figuras, la aparición de Manuela Carrasco con su mantón de flores rojas en el aún silencioso escenario del Maestranza arrancó la primera ovación del público.

Luego vendrían muchas más porque la sevillana no estaba por escatimar esfuerzos, ni los aficionados por disimular sus ansias de verla bailar por derecho.

Porque todos sabemos que el flamenco tiene mil caras y montones de registros, pero en esta Bienal se ha visto poco de ese manantial primigenio del que han partido, en distintas direcciones, decenas de pequeños ríos.

A pesar de que conserva su fuerza y su presencia magnética, Manuela no deja de pertenecer a una generación que, poco a poco, va desapareciendo de los escenarios.

Como había prometido, su espectáculo fue sencillo, con unas luces y, sobre todo, con un sonido bastante mejorable, pero con un elenco de primera categoría. Once personas entre músicos y cantaores en medio de los cuales ella fue la reina indiscutible.

Ordenados por el bailaor jerezano Antonio El Pipa, y tras un primer y sabroso aperitivo de la bailaora por bulerías, los tres cantaores se presentaron con una ronda de fandangos para dejarle los tientos tangos a Antonio Reyes, acompañado a la guitarra por el jerezano Pepe del Morao.

La de Reyes es sin duda una de las mejores voces del flamenco actual, y así lo demostró en todas sus intervenciones, a pesar de que el sonido, como se ha dicho, no alcanzó su mejor equilibrio.

Jesús Méndez, también estupendo, fue el primero en brindarle a Manuela una caña, un palo que esta llevaba mucho tiempo sin bailar.

Con un bonito traje de lunares, la sevillana desplegó la esencia de su arte, de sus brazos inconfundibles y sus pies poderosos. Pero todavía quedaba mucha esencia en su tarro.

Su segundo baile, tras una sentida zambra de Méndez y unos verdiales de El Extremeño, fue la seguirilla. Esta vez al cante de Antonio Reyes.

Con un vistoso traje azul de chaquetilla torera y falda con revés amarillo, como un capote de torero, Manuela subió la temperatura del escenario y de todo el teatro, aunque el plato fuerte, como todos esperaban llegaría al final con la soleá.

Precedida por una soleá por bulerías para lucimiento de los tres cantaores citados, a los que se unió la voz melodiosa del joven Ezequiel Montoya y la labor de todos los músicos, llegó el momento de la verdad, porque la soleá es, sin duda, la vara de medir del baile.

Con traje negro y chaleco rojo, salió la bailaora al reclamo de su cantaor habitual, El Extremeño. Cuántas veces la hemos visto bailarle al cante. Al de Chocolate, al de El Pele... al de tantos cantaores que ya no están. Siempre la misma y siempre nueva.

Fue probablemente la última soleá que se iba a ver en esta Bienal –que empezó también por soleá– y fue un auténtico regalo: sus manos en los marcajes, su cabeza majestuosa de perfil, encuadrada entre sus brazos, sus paseos por el escenario al ritmo de sus caderas y sus pies, esos pies sonoros y veloces de Manuela que expresan, solemnes o con rabia, todo el amor que siente por este arte al que, desde niña, le ha dado todo y del que lo ha recibido todo.

Porque ver a Manuela es ver el reflejo de todas las bailaoras que la han precedido en los teatros o en los cafés cantantes desde hace siglo y medio; ver cientos de dibujos de los viajeros románticos, decenas de pinturas, de fotos... Es satisfacer el imaginario de miles de aficionados de todo el mundo.

Ver a Manuela es recordar el origen, lo que nunca se debe olvidar, por eso el público, al final, la aplaudió con verdadero fervor.

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