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Los cuerpos celestes | Crítica

El universo sin jerarquías de Marco Vargas & Chloé Brûlé

Una imagen del sugestivo trabajo realizado por la compañía.

Una imagen del sugestivo trabajo realizado por la compañía. / M.G.

Bailarines, bailarinas, programadores, profesionales del sector, estudiantes de flamenco y un montón de amigos llenaron la grada del Teatro Central para asistir al estreno del último trabajo de Marco Vargas y Chloé Brûlé. La ocasión lo merecía ya que, tras 15 años de contar historias, principalmente por las calles y los rincones de decenas de ciudades, zapateando en un pequeño rectángulo de madera –balsa en que salvarse de cualquier naufragio llegado el caso- la compañía ha querido afrontar un espectáculo de sala y de gran formato. Para ello ha invitado a otros intérpretes de gran personalidad (Gero Domínguez, Yinka Esi Graves y Miguel Marín), con los que, alterando su sistema de trabajo habitual, se tomaron el tiempo necesario para improvisar y ver qué surgía.

Fue al final cuando, al ver el resultado, se les ocurrió la idea de proponerle al público una experiencia interestelar. Nada más adecuado para este viaje rítmico en siete escenas lleno de danza y movimiento que, como cuando nos tumbamos en el suelo para admirar sin prisas el cielo de agosto, nos mantiene hechizados y gozosos hasta el amanecer.

La primera gran baza de Los cuerpos celestes, la más espectacular, es la magnífica banda sonora creada por Miguel Marín, un músico al que hemos visto colaborar en un gran número de piezas de danza, pero nunca con este grado de implicación en la escena. Su música electrónica, completada con la percusión en directo, nos guía literalmente por el espacio con sonidos –choques de estrellas incluso- y con acordes en los que la compañía va insertando los ritmos flamencos que constituyen siempre la base de su trabajo.

El otro gran activo, sin olvidar la relevante aportación de las luces, es su carácter de partitura coral hasta las últimas consecuencias. Ni Marco ni Chloé se han reservado el más mínimo protagonismo en esta constelación cuyo magnetismo reside en la generosidad y el talento de cada uno de los cinco intérpretes que, a pesar de poseer una gran personalidad y una gran técnica, deja a un lado la pura exhibición virtuosa, que no su energía y su brillo, para divertirse explorando sus relaciones con cuanto lo rodea.

Y todos lo hacen con plena libertad, ya ralentizando sus movimientos en busca de nuevos lazos estéticos con los otros, como en el primer dúo femenino, ya en escenas grupales en las que, partiendo de frases coreográficas muy sencillas, a veces un simple cierre de bulerías o un zapateado al unísono, logran escenas polifónicas de auténtico musical, reinventando lo que podría ser el folklore (y por qué no el mundo) del siglo XXI: una hermosa danza coral en la que, al contrario de lo que sucede en la sociedad actual, cada individuo sigue brillando individualmente con el placer de acoplarse en un universo infinito en el que no existen las jerarquías.

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