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Crítica 'La isla mínima'

Marisma negra

La isla mínima. Thriller, España, 2014, 105 min. Dirección: Alberto Rodríguez. Guión: A. Rodríguez y Rafael Cobos. Fotografía: Álex Catalán. Música: Julio de la Rosa. Intérpretes: Raúl Arévalo, Javier Gutiérrez, Nerea Barros, Antonio de la Torre, Jesús Castro, Jesús Carroza, Cecilia Villanueva, Salvador Reina.

Concebidas como productos sólidos de calidad para el gran público, las dos últimas cintas de Alberto Rodríguez se hacen fuertes en su inteligente diseño glocal, a saber, son herederas de los mecanismos del viejo cine de género de narrativa potente y personajes altamente psicologizados, y están muy atentas también a un paisaje reconocible y cercano que sirve de ajustado marco para la trama, anclada en este caso en cierta tradición tremendista.

Ambas se sitúan también en periodos históricos muy concretos, la Sevilla pre-Expo 92 en Grupo 7, y las marismas del Guadalquivir en 1980 en esta Isla mínima, una cinta que perfila y tipifica a la clásica pareja de policías antagónicos en plena pesquisa criminal como trasunto, a veces demasiado explícito y verbalizado, de una España aún escindida en plena Transición que lucha por sacudirse los fantasmas y la inercia del franquismo.

Tenemos así una película modélica en su planteamiento y muy clara en sus objetivos, que hace una vez más preso de la intriga al espectador con el atractivo gancho de una sórdida historia de desaparición juvenil, una cinta que apuesta decididamente por la narración hasta el punto en que, por momentos, los acontecimientos y las secuencias se suceden a una velocidad tal que su dinámica arrolladora se asemeja mucho a la de esas series de televisión de calidad con la que algunos han querido y querrán compararla.

Con todo su atractivo desplegado desde el pulso firme del relato y la composición dual de sus dos personajes principales, muy bien llevados por Raúl Arévalo y, especialmente, por Javier Gutiérrez, La isla mínima se adentra en el denso paisaje horizontal de las marismas, aquel que retrató Atín Aya en blanco y negro y con mirada antropológica en los años 80 y 90, para hacer del territorio un laberinto de polvo, barro y agua por el que se filtran las pesadillas diurnas de los jornaleros, los ecos de la crónica sensacionalista de la España negra, las argucias del thriller moderno y un tiempo histórico que se revisa ya hoy con los ojos del desencanto.

Con todo, y a pesar de su desenlace, no es ésta una película política, y no porque no pueda, sino porque el interés de Rodríguez y su coguionista Cobos parece estar más cerca del primer plano de la acción, de sus protagonistas y su obsesiva búsqueda que de ese trasfondo que, en ocasiones, parece un mero telón de fondo que sirve para dar una coartada panorámica a un film que no la necesita.

Hay muchos puntos en el haber de La isla mínima, y casi todos tienen que ver con la dirección, con ciertos hallazgos visuales que se salen de la norma (filmar a través de coches o espacios interpuestos, la impresionante persecución nocturna en coche, esas visiones animales inesperadas que adquieren gran efecto simbólico), pero también otros en el debe que tienen que ver, como ya ocurría en Grupo 7, con cierta falta de respiración interna y mayor desarrollo de las escenas, con la visibilidad excesiva de ese mecanismo de propulsión narrativa que apenas deja tiempo para que esos dos personajes se densifiquen más en su condición de ojos heridos y temerosos a través de los que asistimos a esta implacable caza del hombre en un coto repleto de alimañas.

Alberto Rodríguez parece estar cada día más cerca de firmar su gran película (La isla mínima es una buena película) y de ser uno de los mejores cineastas de nuestra industria, que necesita directores como él a toda costa. Tal vez sólo sea cuestión de ralentizar un poco el paso, desabrocharse el cinturón de seguridad y soltar lastre.

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