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Cultura

Mozart en verano

  • Dirigida por su fundador, Daniel Barenboim, la Orquesta West-Eastern Divan regresa este jueves al Teatro de la Maestranza con un programa compuesto por las tres últimas sinfonías de Mozart

Por segunda vez consecutiva, el ya tradicional concierto anual que la Orquesta West-Eastern Divan ofrece en el Teatro de la Maestranza estará dedicado monográficamente a Mozart. Si en su anterior paso por el coliseo sevillano en enero de 2015 el conjunto ofrecía un recital con la obertura de Las bodas de Fígaro, el Concierto para oboe KV 314 y el Concierto para pianon. 27, en esta ocasión Daniel Barenboim ha incluido las tres últimas sinfonías del salzburgués en un programa que el otoño pasado la orquesta llevó ya a Granada y Málaga, además de a la Sala XX del Palacio de las Naciones Unidas en Ginebra, la de la polémica cúpula de Miquel Barceló.

Aunque seguramente muchos aficionados vinculen más al maestro bonaerense y su conjunto de jóvenes con sus interpretaciones de Beethoven o Wagner, la música de Mozart ha sido igualmente una constante de sus más de 15 años de historia, lo que es sin duda reflejo del interés que Barenboim mostró desde joven por el compositor, como puede deducirse de sus tempranas grabaciones de las integrales de Sonatas y Conciertos para piano ya en los años 60. Muy pronto, además de otros registros camerísticos (por ejemplo, las Sonatas para violín, con Itzhak Perlman), en cuanto Barenboim empezó a mostrar clara predilección por la batuta, se añadieron a su repertorio algunas sinfonías, el Réquiem o las óperas, que han seguido estando entre sus obras predilectas; de hecho, a finales de 2015 Deutsche Grammophon publicó en formato DVD y Blu-ray el que es por ahora el último registro audiovisual del músico, el Don Giovanni que dirigiera en la apertura de la temporada de la Scala milanesa en 2011 con producción escénica de Robert Carsen.

Aunque acaso sin la trascendencia que tuvieron las sinfonías de Haydn, Mozart es también pilar fundamental en el desarrollo del género, y sus tres últimas sinfonías, concebidas de un solo impulso en el verano de 1788, marcan lo que podría haber sido el devenir de la música sinfónica de haber tenido su autor una vida más larga. El origen de estas tres obras no deja de resultar enigmático, ya que no parecen destinadas a ningún fin específico (acaso los conciertos por suscripción que el compositor aspiraba a volver a ofrecer en Viena el año siguiente, algún frustrado encargo foráneo que no haya trascendido o la esperanza de que algún editor las aceptara), y fueron escritas en momentos de graves necesidades económicas, que obligaron al músico a solicitar un nuevo préstamo a su amigo y compañero masón Johann Michael Puchberg, y duras circunstancias familiares, pues el 29 de junio de aquel año, sólo tres días después de poner broche a la primera de las tres sinfonías, fallecía a los seis meses de edad Theresia, cuarto hijo nacido de su matrimonio con Constanza Weber, tercero en morir en su primera infancia.

Lo cierto es que desde su llegada a Viena, en 1781, Mozart había escrito sólo tres sinfonías, ninguna para la capital imperial, pues sus destinos fueron Salzburgo, Linz y Praga. Jean y Brigitte Massin piensan que Mozart emprendió la escritura de esas tres sinfonías, que a la postre serían su última contribución al género, "para escapar a la soledad y la miseria, restablecer su situación, hacer escuchar de nuevo la voz de su corazón", y que fue sólo el hecho de que las obras acabaran en un cajón, sin que el compositor pudiera interpretarlas jamás en público, lo que hizo que no volviera a escribir ninguna sinfonía más.

Las tres obras son tan diferentes entre sí que incluso se ha llegado a proponer que Mozart quiso crear con ellas un ciclo en la que cada cual jugara su papel dentro de un marco arquitectónico que tendía a equilibrar las emociones. En realidad no hay pruebas de semejante intención. Pero es cierto que la orquestación presenta notables diferencias: la Sinfonía n. 39 (que Mozart da por terminada el 26 de junio) no incluye oboes, la n. 40 (fechada el 25 de julio) carecía en su primera versión de clarinetes, que Mozart añadió luego, pero además las trompas están divididas y no incluye trompetas ni timbales, mientras que la n. 41 (del 10 de agosto) carece de clarinetes. Armónicamente las diferencias son también notables: la 39 está en la masónica tonalidad de mi bemol mayor, la 40 en la trágica de sol menor (como la 25, su única otra sinfonía en tonalidad menor y de la que esta parece auténtica gemela) y la 41 en la exultante y heroica de do mayor. Dicen los Massin: "Primero, la esperanza y el ideal que animan toda una vida; a continuación, la tragedia donde se debate furiosamente una existencia; finalmente, la batalla librada, y perseguida hasta el triunfo".

La belleza afectuosa de la Sinfonía en mi bemol mayor, con su introducción lenta de inspiración francesa, no ha alcanzado la popularidad de las otras dos obras, una 40 cuyo motivo inicial, ardiente, inestable, patético es de los más célebres de todo el corpus creativo del compositor, y una 41 que contiene en su último movimiento una mezcla casi imposible, originalísima, magistral, entre la forma sonata y la fuga. Hay quien atribuye al empresario Salomon el título de Júpiter -que al parecer sólo se impuso en Inglaterra en torno a 1820- para esta obra genial que culmina y cierra de manera ciertamente olímpica la aportación de Mozart al género sinfónico. Aunque él no lo sabía.

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