Las 'Mujercitas' de una nueva generación llegan en Navidad
adaptaciones
Greta Gerwig estrena este miércoles su version para el cine del clásico de Louisa May Alcott
Alcott fue mucho más radical que Jo March, su inspirador alter ego: fumaba opio, nunca se casó y fue enfermera en la Guerra de Secesión
“Nunca me han gustado las chicas ni, a excepción de mis hermanas, he conocido a muchas; vivencias como nuestras curiosas obras de teatro pudieran tener algún interés al respecto, aunque lo dudo”, esto escribía en su diario Louisa May Alcott, la autora de Mujercitas, cuando recibió el encargo de su editor de firmar una historia moral para niñas, de las que tanto gustaban en la época.
¿Qué puedo tener yo que ver con algo así?, se preguntaría con razón Alcott, que siguió impenitentemente soltera toda su vida, que había ejercido de enfermera en la guerra, que era conocida de Emerson y Thoreau, que salía a correr (siglo XIX) como ejercicio y que mantenía a su familia escribiendo historias truculentas (”de sangre y truenos”, decía) entre nubes de opio. Pues nada, pues muy poco. No sólo su conocimiento de lo esencialmente femenino se veía limitado en lo social sino, también, en la experiencia propia: “Estoy bastante convencida de que soy un alma masculina, colocada por algún capricho de la naturaleza en un cuerpo de mujer”.
Bien, con estos mimbres, una historia aleccionadora para muchachitas. Pero un encargo es un encargo. Y “el dinero –confesaba la propia Alcott– es lo que da sentido a mi mercenaria existencia”.
Así que hizo lo que pudo: escribir en efecto una historia, bastante idealizada, a partir de los recuerdos que tenía de la vida con sus hermanas. El prometedor título del borrador era: “La familia patética”. No es de extrañar que, cuando finalmente Mujercitas vio la luz a finales de 1868, y vendió 2000 ejemplares en dos semanas, su creadora apuntara en la entrada que leíamos más arriba: “Menuda broma”.
La historia nos sitúa en el día a día de cuatro hermanas adolescentes en Concord durante la Guerra de Secesión norteamericana. El milagro, realmente, es cómo ha sobrevivido siglo y medio como una historia con vigencia; para el lector de hoy día especialmente, puede resultar una historia bastante ñoña, con moral de naftalina: al fin y al cabo, no otra cosa fue lo que le encargaron, y parece que Louisa May cumplía bastante bien con sus encargos. ¿Cuál es su magia, me dirán? Pues hay varios ingredientes, pero el principal conservante es –como suele ocurrir– su protagonista, Jo March. Inevitable ver en ella –indomable, independiente, chicazo, con ínfulas de escritora– un trasunto de la misma autora, de Louisa May Alcott, aunque esta última se permitió ser mucho más punki de lo que nunca fue su personaje. La mística de la feminidad era una realidad tan absoluta que ni siquiera había condensado como concepto cuando Jo te decía, les decía a todas las lectoras que se acercaban a ella: “Podéis ser otra cosa que la mujer de un hombre y de una casa”. Quien quiera pensar que había muchos modelos en la ficción que dijeran otra cosa hasta ese momento, está muy equivocado. Bajo el manto protector de Jo han admitido estar Simone de Beauvoir, Patti Smith, JK Rowling, entre otras muchas pensadoras y creadoras. ¿Cómo es posible, de dónde sale Jo? Pues, de momento, de una infancia y una adolescencia mucho menos idílicas de las que aparecen en los libros.
Podríamos describir al padre de Louisa, Bronson Alcott, como un fundamentalista religioso al que, en nuestros días, Servicios Sociales habría retirado la guarda y custodia de sus hijas. Ralph Waldo Emerson escribía de él, con admiración, que era “capaz de abandonar a su familia y su esposa para seguir cualquier idea que se le pasara por la cabeza”. Por supuesto, Emerson tenía la suerte de no lidiar con tales impedimentos materiales para su total realización como hombre. Bronson no se adscribía a ninguna confesión en particular, aunque toda la familia (como el mismo Emerson o Thoreau) formaba parte del círculo de los transcendentalistas. Cuando Louisa y sus hermanas eran niñas, sufrieron uno de los experimentos más demenciales de su progenitor: vivir en una comuna de hermanos espirituales, situación que la escritora recrea en Fruitlands (Impedimenta) y que, aun dulcificándola, resulta aterradora. Bronson hacía bañarse a sus hijas en agua helada aun en los inviernos cuaternarios de Nueva Inglaterra. Sólo podían comer las frutas y verduras “que la naturaleza ofreciera”, y vestir únicamente con lino: no se permitía ningún tejido de origen animal (recordemos: inviernos de cuaternario). Ni siquiera podían utilizar animales para la labranza aunque, oh, cuando llegó el momento de la cosecha, casualmente, “la llamada del Ser Supremo se llevó a todos los hombres”, escribe Alcott.
Asumiendo que sus hijas no sobrevivirían allí al invierno, la madre se las llevó a otro lugar. El fracaso de la comuna le causó a Bronson una depresión (no parecía estar muy afectado, sin embargo, viendo como sus hijas pasaban “hambre, frío y necesidades”).
Durante gran parte del tiempo, la familia dependió de la caridad ajena. Bronson encontraba la mayoría de los trabajos “indignos”. Llegó a fundar una escuela, la Temple School, pero hubo de cerrarla bajo acusaciones de difundir enseñanzas “blasfemas” –aunque hay fuentes que dicen que fue por haber acogido a un alumno negro. Puede que esto hubiera contribuido también: el hogar de los Alcott formaba parte de la red de refugios de fuga para los esclavos, y la propia Louisa encontró una vez escondido a un niño de diez años, al que enseñó a escribir–. Louisa –afirma Anne Boyd Rioux en El legado de Mujercitas– “fue testigo de cómo su madre, Abigail, se convirtió en el sostén principal del hogar, cosiendo y acogiendo a huéspedes”. Ella misma trabajó limpiando casas, cosiendo, como profesora e institutriz: “Se necesitan tres mujeres para cuidar a un filósofo y, cuando el filósofo envejece, las tres están ya bastante desgastadas”. Lo raro es que Louisa hubiera albergado dentro de sí la más mínima intención de casarse: aprendió “del ejemplo de su madre” –prosigue Boyd Rioux– que depender de un marido para comer era una insensatez.
Louisa no se casó, pero su alter ego en la ficción sí lo hizo. Los lectores exigían que Jo y Laurie, su amigo y millonario vecino, desfilaran hacia el altar. Su editor exigía clonar a la gallina de los huevos de oro. Alcott se negaba. Al fin, en una segunda parte (Aquellas mujercitas) que fue escrita a presión y de forma “bastante torpe” –en propias palabras de la autora–, Alcott encuentra a un “extraño” –el adjetivo también es suyo– pretendiente para su protagonista, en la figura del profesor Baehr: un alemán al que conoce en Nueva York. Tras esta figura madura puede muy bien estar la fascinación que Luisa sintió cuando era joven por Thoreau y Emerson. Las muestras de dolor y quebranto porque la pareja protagonista no terminara junta se han ido reproduciendo, en efecto, durante ciento cincuenta años.
Jo y Laurie transmiten en el libro una compenetración tan fuerte que parecen predestinados: ambos juegan en los extremos que los roles de género les habían asignado en la época. Ella tiene cosas de “hombre”, desea ser un chico, ganarse la vida, le gustaría ir a la universidad, le encanta correr, deambular, patinar. De él se burlaban en la escuela por “suavito”, tiene un talante soñador y artístico, está más a gusto con las chicas, que lo llaman Teddy. De hecho, en la adaptación que mañana estrena Greta Gerwig, ambos personajes (interpretados por Saoirse Ronan y Thimothée Chalamet) parecen especulares.
Pero Alcott sabía que escoger una vida de comodidad y cojines para su protagonista hubiera sido aplastarla. O, más bien, aplastar su mensaje. Un mensaje que aún puede palpitar al final del libro, a pesar de todo. Y ese “a pesar de todo” no es pequeño: todos recordamos Mujercitas como un relato de hermandad y fuerza femenina –Boyd Rioux hace un apunte interesante: es una historia en la que, por primera vez, los hombres ocupan el lugar femenino, la periferia–. Y es así, sin duda, en la primera entrega, donde todo el potencial que tienen queda todavía por eclosionar: se cierra el telón y, quien sabe, quizá todo continúe siendo tan dorado y mágico como parece. Sin embargo, mientras la primera parte es una historia de esperanza y consuelo, la segunda lo es de pérdida
La rueda del sistema es tan potente que lo aplasta todo, incluso la fuerza y voluntad inquebrantables de Jo. La hermana mayor, Meg, se casa y sucumbe a lo que hoy llamaríamos un pequeño infierno doméstico –que, pienso, Alcott tuvo especial deleite en relatar–. Es la hermana pequeña, Amy, de menor talento pero encantadora con todos, la que termina casándose con Laurie, después de que Jo lo rechace –“Si crees que las cosas pueden seguir siendo como cuando éramos niños, estás muy equivocado”, le dice su personaje casi al final de la historia, en una frase que quiere estar envuelta en ternura, y que es un dardo–. Beth, a pesar de todos los esfuerzos de su hermana, muere –al igual que murió una hermana de Alcott, Lizzie, por causas similares–. El destino de Jo al lado de Baehr, un hombre que rechaza lo que escribe pero que parece lo suficientemente maduro para dejarle oxígeno, puede no ser tan malo en mitad del desierto. El espacio que hay para las mujeres es bastante estrecho y, aunque siempre habrá consuelos, tendrás que pagar una libra de carne si quieres adaptarte. Esa parece ser la conclusión.
La versión de Gerwig –que, por primera vez, parece que no se abre en el orden lineal de la novela, sino cuando Jo está vendiendo una de sus historias– pretende girar en torno a esta debacle: la que, para una mujer en el siglo XIX, le hacía escoger entre la dura opción de ganarse la vida, o casarse. Saoirse Ronan promete una Jo espectacular aunque, en la gran pantalla, casi todas lo han sido. En su primera versión sonora, en 1933, le daba vida Katherine Hepburn –que estaba convencida de ser la encarnación de Jo–. La última adaptación llevada al cine, la de 1994 dirigida por Gilliam Amstrong, tenía a Winona Ryder como protagonista. “Es de las pocas pelis en las que aparezco que no apago cuando sale en la tele”, decía la actriz al respecto. Es considerada, hasta el momento, la mejor adaptación, en gran medida por su casting:a Winona la acompañaban Susan Sarandon, Kirsten Dunst, Claire Danes, Christian Bale, Eric Stoltz y Gabriel Byrne.
Pero creo que cualquier miembro de la hermandad de Jo esperará con ansia ver mañana a todas las hermanas. Sobre todo, porque el patrón de Gerwig puede darle un aspecto renovado al viejo vestido. “De jovencita –declaraba al New York Times–, mi heroína era Jo. De adulta, lo es Alcott”.
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