Cultura

Noche y niebla

Entre los amantes de la ciudad de París o los aficionados al estudio de la Segunda Guerra Mundial -quiere decirse aquellos que no limitan su interés al fetichismo de la militaria- hay una subcategoría de lectores que devora todo lo relacionado con la época, ciertamente fascinante pese a su dramatismo, de la Ocupación, poco más de cuatro años -desde la entrada de las tropas alemanas en junio de 1940 hasta la liberación en agosto del 44- en los que los nazis desfilaban a diario por los Campos Elíseos. Hay un cierto esteticismo, peligroso en la medida que pasa por alto los crímenes de los ocupantes -o de los sicarios nativos- y en particular la deportación de decenas de miles de judíos franceses a los campos de exterminio, que gusta de celebrar ese París engalanado con esvásticas en el que, como en el título del reciente libro de Alan Riding (Galaxia Gutenberg) dedicado a la vida cultural del periodo, no sólo "siguió la fiesta", sino que en ciertos aspectos se redobló su intensidad, una vez que tras los primeros meses de incertidumbre volvió la población que había huido en desbandada y la ciudad se convirtió en una suerte de retiro dorado para los oficiales que reponían fuerzas antes de volver al frente. El perdurable encanto de la ville lumière es, por supuesto, una de las razones de esta fascinación, pero al margen de la curiosidad que despiertan los años aciagos en los que el Tercer Imperio pudo ejercer su efímera e implacable dominación sobre buena parte del continente, hay otros motivos que explican la singularidad de la ciudad ocupada.

Uno de ellos era el combate interno que libraban el ejército y los comisarios políticos del partido, con sus respectivos servicios secretos, que se repitió en otros lugares pero no acaso de un modo tan enconado. Sabemos por Jünger, que lo cuenta en Radiaciones (Tusquets), de la repugnancia que sentían algunos oficiales alemanes destinados en París por las acciones de represalia o la persecución de los judíos, aunque lo cierto es que esa disidencia solapada siempre fue silenciosa. No es menos cierto, sin embargo, que sobre todo en la primera etapa y gracias también a la connivencia obligada o voluntaria y en no pocos casos entusiasta de la propia población parisina, la ciudad no padeció como otras una represión indiscriminada, en parte porque los ocupantes estaban interesados en dar una impresión de normalidad. Había además una nutrida representación de escritores colaboracionistas que o bien compartían e incluso superaban el antisemitismo de los ocupantes, como Céline y Rebatet, o apoyaban la presencia alemana en distintos grados de adhesión, como Drieu La Rochelle, Robert Brasillach o Abel Bonnard. En todos los libros donde se habla de ellos, y de la literatura francesa de los années noires -en los que también publicaron, no lo olvidemos, autores como Sartre o Camus-, aparece una figura ambigua y enigmática, la del teniente de la Propaganda-Staffel que se ocupó de la censura literaria y editorial, Gerhard Heller, un hombre culto y amante de la lengua francesa que trabó estrechas relaciones en la capital y no sólo entre los collabos, de quien se sabía que había dado a conocer en los ochenta un tardío libro de memorias.

Inédito hasta ahora en castellano y publicado por Fórcola con excelente prólogo de Fernando Castillo, Recuerdos de un alemán en París es un libro de obligada lectura para los interesados en el periodo, aunque conviene tener en cuenta que el autor lo escribió al final de su vida y tomar por ello con cierta precaución su proclamada distancia del hitlerismo. Como dice Castillo, los llamados "alemanes de París" -civiles militarizados como el propio Heller o el embajador Otto Abetz, al que debe su nombre la famosa "lista Otto" de obras prohibidas- podrían ser comparados, salvando las distancias, con los llamados "falangistas liberales", lo que indica que su liberalismo era muy relativo y no se extendía, desde luego, a los "comunistas, judíos y demás ralea", para decirlo con el título maldito de Baroja. Pero sin atribuirles cualidades que no tuvieron ni pudieron tener, los testimonios coinciden en señalar que el censor, en particular, fue una persona educada, sensible y genuinamente francófila que ni simpatizaba con los procedimientos expeditivos ni tuvo reparos en relacionarse con escritores desafectos como François Mauriac o Jean Paulhan, que de hecho pertenecía a la Resistencia aunque trabajara a las órdenes de Drieu en la Nouvelle Revue Française de Gallimard. Con todo, es evidente que los Recuerdos de Heller trazan un autorretrato bastante favorable, desde una posición de cierta melancolía: "París -escribe hablando de Jünger- fue para nosotros como una segunda patria espiritual, la imagen más perfecta de todo lo valioso que hemos conservado de las viejas civilizaciones desaparecidas".

Entre tanto, sin embargo, los agentes criminales de las SS y sus émulos franceses secuestraban, torturaban, robaban y asesinaban con total impunidad. Otro valioso e interesantísimo libro de Fórcola, Noche y niebla en el París ocupado del citado Fernando Castillo, rastrea las "vidas cruzadas" de cuatro personajes absolutamente novelescos que se movieron en esa zona oscura a medio camino entre la colaboración y los negocios raros, donde convivían "espías, traficantes y mercado negro": César González Ruano, Pedro Urraca Rendueles, Alberto Modiano -padre del gran narrador francés, que ha convertido los años de la Ocupación en materia literaria de primer orden- y André Gabison, cuyo nombre aparece también en alguna novela de Patrick Modiano. Al primero de ellos, autor de unas memorias deliberadamente desmemoriadas, le dedicó José Carlos Llop -devoto desde antiguo del escritor Modiano, como Juan Manuel Bonet- una quest tan inquietante como bien urdida, París: suite 1940 (RBA), donde se proponían todos los elementos de un caso que se ramifica aquí de la mano de personajes no menos turbios. El sintagma "noche y niebla", en fin, está asociado al célebre documental de Alain Resnais sobre el Holocausto, pero la acuñación toma el nombre del decreto homónimo -Nacht und Nebel- que facultó a los nazis en toda la Europa del Nuevo Orden para eliminar a los grupos políticos o étnicos que el Reich consideraba indeseables. Leemos con gran placer los diarios parisinos de Jünger, pero estas cosas apenas las cuenta.

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