Las orquestas juveniles, por su propia naturaleza de ser una vía de formación artística, son instrumentos sumamente moldeables y sumamente sensibles en su respuesta a la batuta que las dirija. De forma que una misma formación puede ofrecer resultados espectaculares o mediocres en una corta sucesión de tiempo en función de quién se haya puesto a su frente. Es el caso de la OJA, capaz de rendir al máximo nivel en abril en una espectacular versión de la séptima sinfonía de Bruckner bajo la férula de Carlos Domínguez-Nieto y de, tres meses después, dar un concierto gris y desangelado a las órdenes de Lucía Marín.

Vayan en descargo parcial de este aserto las dificultades acústicas de un recinto al aire libre y sin amplificación: no hay retorno, sonido seco, dificultad para empastar, pérdida de relevancia de las frecuencias graves (sobre todo de violonchelos y contrabajos). Pero ello no empece para que el resultado final sea responsabilidad de quien dirigió a la OJA. A la orquesta la aquejó toda la noche una notable falta de empaste, con ataques y articulaciones desiguales en las cuerdas y un sonido abierto y para nada terso en los violines, cosas ya evidentes desde los primeros acordes de la obertura de La forza del destino, dirigida con brocha gorda a base de arreones y parones. El resto del programa salió de sus manos con laxitud y flacidez, sin apenas acentuaciones ni contrastes, sin marcar apenas los ritmos de las danzas de la Fantasía para un gentilhombre, algo que se contagió a la guitarra, pulcrísima, exacta y de sonido muy cuidado, pero también inexpresiva, de María Esther Guzmán, quien también tuvo que sufrir algunos desajustes orquestales (en el Canario especialmente).

No hubo vuelo poético en la sinfonía de Chaikovsky, sólo languidez y morosidad extrema en los tempos, con sonido a banda en muchos momentos. No obstante, felicitaciones a la solista de trompa en el segundo movimiento.