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La melancolía del turista | Crítica de teatro

Retazos vivos de memoria

Las miniaturas forman parte del equipaje de numerosos viajeros.

Las miniaturas forman parte del equipaje de numerosos viajeros. / Oligor y Microscopía

Es un alivio comprobar que, a pesar de la pandemia, del auge del streaming y del uso cada vez más prolijo de la tecnología en los escenarios, nada ha cambiado en el teatro-documento de Oligor y Microscopía. Un teatro minúsculo y tan cercano que puedes tocarlo con solo alargar la mano.

Lo que empezaron los hermanos Oligor, mitad ingenieros de la miniatura mitad chamarileros -qué preciosidad aquellas Tribulaciones de Virginia- lo ha continuado uno de ellos, Jomi Oligor, en feliz unión con la mexicana Shaday Larios, directora del “grupo de escena con objetos”, Microscopía Teatro.

Ambos se han dedicado a rescatar pequeños objetos antiguos, tal vez caducos y sin valor para la sociedad actual, pero a través de ellos reflexionan, y nos hacen reflexionar, sobre el valor de la memoria de las cosas y sobre las emociones que se han quedado pegadas a ellas -a veces más que a algunas personas- sumergiéndonos en una inexplicable melancolía.

Hace unos años, tras haber encontrado una maleta llena de cartas de amor, nos mostraron su trabajo sobre el objeto-carta en La máquina de la soledad. Ahora, en La melancolía del turista, al hallazgo de esos objetos ligados a la búsqueda de un paraíso liberador de la vida cotidiana, se une la sospecha, la casi certeza de que ese viajero que lo persigue -al paraíso- como a una utopía, ha sido tragado sin remedio por el turista low cost.

La pieza se centra en dos sencillas historias: la de una vieja cubana, fumadora de puros, que se ganaba la vida posando para los turistas en La Habana, y la de El Peque, un clavadista retirado de Acapulco, el paraíso que el narcotráfico ha convertido en un infierno sin postales. Ambas historias reviven ante nuestros ojos mediante fotografías deterioradas, juguetes, miniaturas, sombras chinescas, imágenes analógicas y, sobre todo, por el testimonio de Jomi y Shaday, dos testigos a los que inmediatamente concedemos la mayor credibilidad.

Pero lo mejor de La melancolía del turista no son esos residuos sublimados de las aventuras que emprendemos de vez en cuando para romper la inercia insoportable de nuestras vidas. Lo mejor es que, cuando nos sentamos en ese microteatro, rodeados tan solo por una veintena de personas, y se apagan las luces, un agujero se abre en nuestra inercia cotidiana y nos arrastra hacia el aquí y el ahora del hecho teatral. Y eso hoy, aunque sea solo durante una hora, es un verdadero privilegio.

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