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El coronavirus que circula por el aire es menos contagioso que la toxina del baile que liberan en él los ritmos ácidos de Pony Bravo. Y debido a ello, cuando llevaban ya unos veinticinco minutos de concierto, tras su interpretación de El rayo se generalizaron por la pradera del CAAC los gritos de ¡Queremos bailar! y ¡No nos dejan bailar! Se nos hace muy extraño ver como la música que hace pocos meses llevó al público al punto de hacer temblar, literalmente, el suelo del Teatro Central, en la noche del jueves debía ser escuchada y disfrutada desde una silla de la que no puedes siquiera levantarte para bailar delante de ella, quizás no tanto por los efectos perniciosos que eso pudiese tener para la salud de los presentes en un espacio al aire libre en el que se mantienen la mascarilla y la distancia de seguridad, sino por los que pudiese tener un video o una fotografía que después se pudiera malinterpretar al rodar por las redes sociales, poniendo en duda las buenas prácticas generales y echando más tierra encima de la organización de actos culturales y musicales.
Hasta llegar a ese momento Pony Bravo comenzó de la misma forma en que venía haciéndolo en sus conciertos de finales del año pasado, cuando presentaban su actual disco, Gurú, aunque no comenzasen a desgranar sus canciones hasta después de pasearse por el que dicen que es el último reducto de tranquilidad en su Pumare-ho!, deconstruido con ritmos de reggae al inicio para terminar como Triana en dub con las reconocibles líneas de En el lago que interpretó Daniel Alonso. Continuaron con Noche de setas en una demostración de cómo esta banda es capaz de interpretar las mismas canciones de forma diferente cada vez, recreándola con una arquitectura sónica muy distinta a la utilizada cuando la construyeron originalmente, algo muy de agradecer porque la poca expresividad de la forma de cantarla de Daniel pasó a segundo plano ante la carga de luces y sombras con la que ensancharon la melodía los instrumentos que manejaban Pablo Peña y Raúl Pérez, intercambiándose constantemente bajo y guitarra a lo largo del concierto, y Darío del Moral, pasando también en momentos puntuales, como en Rey Boabdil, de la batería al sintetizador para poder conducir mucho mejor su extraño funk cambiante con las rupturas de ritmo y la alternancia de las voces.
De nuevo Pony Bravo consiguieron canción tras canción hacer emerger una visión musical extrañamente coherente que unificó en una apasionante concepción los variados elementos que configuran su mundo sonoro. Escuchamos letras mamadas desde la niñez en Loca mente, también boogaloo afrocubano en la Zambra de Guatánamo, así como house todo lo desatado que las circunstancias permitieron en La rave de Dios; canciones tradicionales, escaladas suavemente sicodélicas, melodías arrebatadas conducidas por unos instrumentos y otros, multitud de detalles cuya suma total fue la habitual y original manera que tiene esta banda de poner al día conceptos ya más que probados, pero otra vez nuevos y atractivos en sus manos. Intensos y con una naturalidad pasmosa, Pony Bravo consiguieron que aumentase el asombro ante su capacidad para ser originales, permitiéndose investigar continuamente sin perder en ningún momento el norte.
Tampoco andan escasos de originalidad los componentes de Mapache, el grupo que abrió la noche, que a partir de materiales avalados por la tradición o el uso de otras bandas más convencionales, elaboró su propia visión de la interpretación de música y poesía, siendo fieles a la línea sucesoria de los músicos de rock y de jazz y no pareciéndose a nadie al mismo tiempo. La banda tiene un sonido de lujo y Marta Fernández cumple a la perfección su cometido de poeta underground, brindándonos su textos, melancólicos e introspectivos en tantos momentos como rondadores del lado oscuro, del camino peligroso, en otros; pero siempre llenos de expresividad. En este concierto pude apreciar cómo ha ganado en matices, en calidad tímbrica, en el modo en que hace el fraseo evitando rematar con lugares comunes.
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