Recital de toreo de capa de Morante

El diestro sevillano, premiado con una oreja, 'revienta' la plaza de Las Ventas · Manzanares cumplesin lote propicio y destaca con la espada · Rubén Pinar, en su confirmación, acusa su falta de rodaje

Morante de la Puebla en un natural a 'Alboroto', al que cuajó en el toreo de capa.
Morante de la Puebla en un natural a 'Alboroto', al que cuajó en el toreo de capa.
Luis Nieto

22 de mayo 2009 - 05:00

Dijo en cierta ocasión Antonio Gala -en una barrera, ayer en Las Ventas- a Morante: "Tú correspondes al toro, en una historia de amor, breve y amorosa". Y ayer, esa historia de amor la vivió con pasión el público que abarrotaba la monumental madrileña con un torerazo de la coleta -no postiza- a los machos, que toreó de manera apasionada, con todo el cuerpo, sí, y hasta con el alma. No fue un alboroto lo que formó con Alboroto -negro, 573 kilos, justo de trapío, con clase y a menos en la muleta-, sino... alborozo, alegría, regocijo, placer en grado sumo cuando dio un recital de toreo de capa.

En este concierto con el capote hubo naturalidad en los cites para embarcar al toro, jugando los brazos y la cintura de manera armoniosa para unas verónicas etéreas, ya grabadas a fuego, sobre la arena venteña. Galleo al ralentí para llevar al toro al caballo. Y en esa comunión con el juampedro, con un público ya enfervorecido, con las palmas echando humo, un quite con un ramillete de verónicas, un abanico con varillas de puro arte, en el que el capote se abría con la luz de la aurora y parecía cerrarse como un atardecer primaveral. Verónicas para que las cantara un Gerardo Diego, como para enmarcar ese penúltimo lance en el que Morante dio una de las verónicas más inspiradas que se hayan dibujado sobre un ruedo.

Y hubo medias verónicas de todos los colores, tan distintas como hermosas: de compás abierto, a pies juntos, de frente, otra a pies juntos que se cerró envolviéndose en el capote y otra tan ceñida como la historia de amor que contaba a un público enloquecido, que vivía esa comunión como propia. Entonces, ante ese milagro que ocurre muy de tarde en tarde, gran parte del público se puso en pie.

Lamentablemente, José María Manzanares no se sintió figura, ni siquiera torero, para hacerle frente al sevillano en el quite que le correspondía. El público había quedado extasiado, embriagado, enmorantado, enamorado del arte del toreo de su capa y el alicantino se encontraba desaparecido.

Luego, cuando el diestro de La Puebla brindó su faena a la sevillana Paz Vega, cada aficionado soñaba con que el sueño no se derrumbara, que incluso creciera. Y así continuó en los albores de una obra con dos estatuarios barriendo el lomo del toro. Y más tarde, pese a que el astado se había vaciado en el capote, el milagro continuó con una serie con la diestra de cinco derechazos y un pase de pecho imborrables, con un penúltimo muletazo, en el que el torero alargó la embestida con un pulseo imperceptible, de cara caligrafía. En la siguiente, el animal, ya apagado, no aguantó más que un par de derechazos y el de pecho. Cuando se echó la muleta a la izquierda, el Alboroto bicorne se había terminado, entre tanto el alborozo, la alegría, el regocijo y el placer en grado sumo continuaba en los tendidos. Morante, también emborrachado por su original obra, citaba sin conseguir un natural, solventando la situación con un desplante. Y luego, un natural de verdad. Sólo uno. Eso bastó para que el público, tras un pinchazo y una estocada caída, solicitara un trofeo, que concedió el presidente. Le pidieron una segunda vuelta al ruedo, que no quiso dar. Llorando entró en el callejón, estremecido, tras el nacimiento de esta historia de amor con Las Ventas.

Con su primero, un sobrero de José Vázquez, que sustituyó a un toro de la ganadería titular -Juan Pedro Domecq-, inválido, Morante de la Puebla no tuvo opciones. Toro manso, que en la muleta fue muy molesto por gazapón y ante el que el sevillano se justificó y pasó las de Caín con la espada.

José María Manzanares, casi sin toro, con asomo de derrumbe en cada suerte, no se amilanó ante lo vivido y consiguió una faena aseada, con el temple como principal arma. La estocada, contundente. El alicantino se las vio en primer lugar con un sobrero de Vázquez, que sustituyó a un inválido de Juan Pedro, muy protestado por la falta de trapío. El animal no ofreció embestida alguna potable y Manzanares lo despachó con una estocada soberbia.

Rubén Pinar lo tenía muy difícil, casi imposible, conquistar al público de Madrid, tras la obra histórica que su padrino, Morante de la Puebla, había firmado. El albacetense lidió en la efeméride a Aleluya, castaño, de 560 kilos, astado inválido, que no le dio opciones al espada. Sin embargo, con el buen y noble sexto, Pinar acusó falta de oficio y no llegó a centrarse. Le pesó la morantitis, un virus taurino que se propagó ayer por los tendidos de Las Ventas y por el que decenas de espectadores salían toreando de la plaza, calle Alcalá arriba.

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