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Impulso I | Crítica de Danza

Una Molina prendada y prendida de las cuerdas de Riqueni

Una imagen del hermoso diálogo entre Rocío Molina y Rafael Riqueni.

Una imagen del hermoso diálogo entre Rocío Molina y Rafael Riqueni. / Festival de Itálica

La noche del pasado sábado, con un aforo de 120 sillas más que agotado, Rocío Molina presentó el primero de los tres Impulsos programados en el Claustro de los Muertos de San Isidoro del Campo por el Festival de Itálica. Un lugar mágico cuya intimidad propició un ritual de arte y de belleza que quedará para siempre en la memoria de cuantos tuvimos el privilegio de compartirlo.

Además de sus espectáculos, atrevidos, transgresores y complejos, Rocío Molina comenzó hace unos años esta línea de improvisaciones (la última fue hace muy poco, en los Jueves Flamencos de Cajasol), sin historias, ni textos, ni grandes escenografías, ni parafernalias de ningún tipo. Solo para su disfrute y el de su público. En cada Impulso, la malagueña invita a uno o a varios artistas a dialogar con su arte, realmente fuera de lo común. Esta vez, el invitado era Rafael Riqueni.

Fue el guitarrista el primero en ocupar su cuadrado de luz dentro del pequeño claustro. Serio y concentrado, pero tranquilo, comenzó a construir con las cuerdas de sus guitarras –porque sacó dos, de diferente sonido- auténticos poemas sonoros. En ellos habitaba la sencillez, la esencia heredada de Niño Ricardo y el talento inmenso que bulle en su a veces atormentada cabeza. Con una expresividad, no exenta de misterio, que siempre está por encima de la técnica -sin que ésta, domada por su inteligencia le fallara en ningún momento-, Riqueni nos regaló un concierto realmente inolvidable.

La bailarina se entregó con entera libertad a las notas de la guitarra. La bailarina se entregó con entera libertad a las notas de la guitarra.

La bailarina se entregó con entera libertad a las notas de la guitarra. / Festival de Itálica

Conjurada por sus notas, prendada y prendida de las cuerdas de su guitarra, una Rocío Molina igualmente esencial entró por el fondo. Sus muñecas, a la altura de los muslos, fueron las primeras en sentir las ondas sonoras. Luego sus manos, sus brazos y todo su cuerpo fueron poniendo movimiento a los arpegios, a los trémolos… permitiéndose a veces –pocas- aportar el sonido de sus pitos, de unos golpes en los muslos o en el pecho, de sus pies. Unos pies rápidos y precisos que en esta ocasión tuvieron poca necesidad de redoblar porque en el discurso de Riqueni no cabían reivindicaciones ni alardes. Solo un amoroso diálogo entre la música y la danza. Así se permitió volar Molina –porque las bailarinas, las bailaoras, están hechas para bailar- dejando salir con suavidad, de forma casi inconsciente, fragmentos, frases y recursos que su cuerpo ha ido acumulando a lo largo de sus miles de horas dedicadas al baile, como sus hermosas vueltas quebradas o ese abanico sonoro, abierto a la mitad, que suele utilizar en sus guajiras.

Sólo abandonó el claustro la bailarina para cambiarse de ropa y dejar a su invitado tocar una impresionante soleá que logró conmover a los embelesados espectadores. De entre estos salió la voz de Rafael Rodríguez, otro compañero habitual de la Molina, además de excepcional guitarrista, que no pudo reprimir un ¡Qué bien tocas, Rafael!

Un momento de la interpretación de la marcha 'Amarguras' Un momento de la interpretación de la marcha 'Amarguras'

Un momento de la interpretación de la marcha 'Amarguras' / Festival de Itálica

Hasta la soleá, Riqueni había tocado los temas de su disco Parque de María Luisa (2017), el primero desde que en 1996 tuviera que abandonar los escenarios por problemas de salud. Pero quedaba otra ofrenda más emotiva aún: esa Amarguras, la marcha que el maestro Font de Anta dedicara a la virgen de San Juan de la Palma y que el guitarrista transportó a su guitarra, según él, en un ataque de locura. A sus sones, salió Rocío con movimientos de autómata vistiendo una amplísima falda de volantes y con el pelo cubriéndole el rostro. Virgen pagana, mitad Coppelia mitad bacante, con un cambré de escalofrío y algunos redobles de sus pies, la crisálida se desprendería pronto de su falda para convertirse en una bella mariposa y volar –bailar- en libertad hasta posarse a los pies de su músico, que ya relajado, como un espejo, le devolvía la sonrisa.

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