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Ruibérriz, Marías y Casal | Crítica

Aromas y colores franceses

Alejandro Marías,  Alejandro Casal y Rafael Ruibérriz el lunes en la Buhaira.

Alejandro Marías, Alejandro Casal y Rafael Ruibérriz el lunes en la Buhaira. / D. S.

Por razones de edad, André Le Nôtre, el jardinero de Luis XIV, no pudo escuchar buena parte de la música ofrecida en este recital, pero, como gran melómano que era, me atrevo a afirmar que habría quedado encantado con toda ella. Artista más que artesano, a su muerte en 1700, Le Nôtre había trazado el diseño de los jardines de Versalles, ese centro de propaganda sin precedente conocido que sirvió al Rey Sol para consolidar el poder de la monarquía francesa hacia el interior y el exterior de su país. 

Dos muy conocidos músicos sevillanos, el flautista Rafael Ruibérriz y el clavecinista Alejandro Casal, se juntaron con un madrileño, profesor en el Superior de Sevilla, el violagambista Alejandro Marías, para, en la víspera del Día Nacional de Francia, ofrecer un concierto que tenía los jardines versallescos como punto esencial de referencia. Centrado en el típico universo francés de la danza, con sus fórmulas estereotipadas y algo arcaicas, aunque con gotas del estilo italiano, que aportó sobre todo la música de Leclair, el recorrido estuvo dominado por la elegancia y el equilibrio.

La sonoridad del trío vino marcada por el bajo diapasón del instrumento de Ruibérriz, copia de un original de Hotteterre con el la a 392 Hz, lo que determinó un sonido relajado, grave, en tonos pastel. La música presentó también una tendencia a las líneas melódicas sencillas y encantadoras y a un tono decorativo, que en la Sonata de Leclair se hizo decididamente rococó. 

El recital fue subiendo su intensidad con los minutos. Aunque muchas de las piezas estaban extraídas de obras dramáticas, dominó el sentido de la cámara más que el del teatro. Los intérpretes favorecieron el equilibrio instrumental y un tratamiento muy comedido de los contrastes. Casal había empezado en cualquier caso con mucha fuerza en su versión de una obertura de Lully e hizo unas Barricadas misteriosas de Couperin rápidas y con mucho rubato. Delicadísimos resultaron en general los preludios en la flauta de Ruibérriz, pero especialmente el del XIV Concierto real de Couperin y el de Hotteterre. Luego, en las exigencias más virtuosísticas de Leclair, la belleza del sonido se crispó en la búsqueda de unos ataques más incisivos y una ornamentación más briosa. La sublime lentitud de La Cupis de Rameau recuperó ese aroma sensible, voluptuoso y elegante de lo francés, ahora con la línea rectora del clave y los instrumentos melódicos dedicándose a aportar fundamentalmente notas de color, el color que en los jardines visten las flores.

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