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Tiento Nuovo | Crítica

Fulgores de una música ilustrada

Steven Isserlis en el Espacio Turina junto a Tiento Nuovo

Steven Isserlis en el Espacio Turina junto a Tiento Nuovo / Luis Ollero

El enérgico arranque de la temprana Sinfonía en sol mayor de C. P. E. Bach, con acentos muy marcados y contrastes acerados, el brillo de la cuerda de Tiento Nuovo (al que no fue ajeno el diapasón a 440, la afinación habitual de la música clásica convencional, frente al 415 que suelen usar los conjuntos barrocos) puede entenderse como mero adelanto de los fulgores de un concierto que se apoyaron, desde luego, en el magnífico empaste y el equilibrio del conjunto (que tocó de pie, algo poco corriente cuando se acompaña a un solista que, además, toca obligatoriamente sentado), pero sobre todo en la portentosa actuación del violonchelista británico Steven Isserlis (Londres, 1958), magnífico en el Concierto en sol mayor de Boccherini y por completo deslumbrante en el Concierto en la mayor de C. P. E. Bach.

Desde esa primera pieza de un Bach aún joven (no había llegado a la treintena), Tiento Nuovo mostró suficiente plasticidad, para pasar de ese vibrante Allegro assai del principio a un Andante de sonido perfectamente empastado e igual y un Allegretto final más fino y educado. En la Sinfonía de Graun y el Concierto de Locatelli el conjunto de Ignacio Prego reafirmó su minucioso trabajo para levantar una música que mira cada vez más al gusto por la melodía, que se asienta en formas racionalistas y simétricas, pero que no olvida el sentimiento, y de sobra lo recordaba el Andante tierno de Graun o el exquisito Largo central de Locatelli.

Pero, ya lo decía al principio, fue la presencia de Steven Isserlis la que catapultó un recital estupendo a la categoría de lo imborrable. De los dos conciertos que tocó el músico londinense, el segundo, el de C. P. E. Bach es bien conocido del público sevillano habitual a la música antigua, pues la OBS lo ha tocado mucho en los últimos años con solistas de absoluto renombre (Christophe Coin, entre ellos), pero aun así el recuerdo palidece al lado de lo que ofreció Isserlis. Toca con un instrumento moderno (incluida la pica), arco barroco y tripa entorchada en metal, pero eso es lo que menos importa. Su sonido es de una naturalidad extraordinaria, parece que ni necesita apretar el arco para conseguir un cuerpo y una densidad que moldea de manera fascinante; su homogeneidad y afinación, son perfectas; la articulación, de una agilidad en verdad increíble, lo que se apreciaba especialmente en las bajadas al registro agudo (a veces, con necesidad de recurrir a la técnica del pulgar), salvadas siempre con una precisión asombrosa.

El acompañamiento fue lujoso, desde luego, y basta mirar los tiempos lentos de ambos conciertos. Maravilloso estuvo Hiro Kurosaki en el de Boccherini, en el que la desnudez es absoluta, pues el solista queda acompañado sólo por las dos voces principales de los violines I y II, sin bajo. Pero fue la perfección técnica, la coherencia musical y la capacidad de expresión de Isserlis lo que lo engrandeció todo: la espontaneidad continua, que por momentos se hacía juguetona (se permitió incluso una broma –musical: un pizzicato– en una cadencia del Allegro assai final de Bach), la gracilidad del gesto (que se apreció ya en el Allegro de arranque del concierto de Boccherini), el éxtasis trascendido al que llegó en el increíble Largo con sordina de la obra de Emanuel Bach o el arrebato, de fuerza y brillo cegadores, con el que terminó esta misma obra son ya inolvidables para los afortunados que allí nos encontrábamos. Luego, en la propina, Isserlis se entretuvo jugando, como quien no quiere la cosa, con las dobles cuerdas que le pedía la transcripción de una Marcha de Prokófiev.

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