Tomeu Moll-Mas | Crítica

Exploración sónica del misterio

Tomeu Moll-Mas en el Espacio Turina

Tomeu Moll-Mas en el Espacio Turina / Luis Ollero

Las Veinte miradas sobre el niño Jesús no es sólo una de las más monumentales colecciones jamás escritas para teclado (20 piezas, 177 páginas de partitura, 2000 compases, 130 minutos de duración aproximada), sino también una obra seminal de Olivier Messiaen: compuesta en los años 40, contiene ya todas las obsesiones del músico (la religión, la alegría, los pájaros, el cosmos) y muchas de las formas de tratarlas, volcadas de forma muy singular en el ritmo y el color.

Desde una interpretación en el Teatro Central hace más de veinte años, no recuerdo otra en Sevilla hasta este domingo en que el balear Tomeu Moll-Mas (Mallorca, 1975) la ha traído al Turina. Con un pequeño descanso (que no hace bien del todo a la obra, sea dicho esto sin menoscabo de entender las necesidades físicas del intérprete), Moll-Mas dejó una visión de una potencia y un brillo deslumbrantes, a lo que sin duda contribuyó el impresionante Yamaha CFX que la organización puso en sus manos. En una música como la de Messiaen, tan dada a los contrastes polícromos, al fulgor, a las atmósferas radiantes, la vehemencia funcionó de manera extraordinaria, y no sólo en las páginas de más desbordante júbilo (la Estrella; Por Él todo ha sido hecho, música cósmica, de torrencial explosión de sucesos; el Espíritu de la alegría, auténtica danza que Moll-Mas acercó al paroxismo; la Primera comunión de la Virgen...), sino incluso en aquellas que tratan de transmitir cierta imagen de lo terrible hecho sublime (la Unción, con ese aprovechamiento extremo del registro completo del instrumento y el único gran glissando de toda la partitura; la Navidad, con el repique gozoso de campanas; el mismo final de la Iglesia de la alegría, con sus acordes poderosos que parecen querer convocar a toda la asamblea de los creyentes) o en las dominadas por los cantos de pájaros (muy singularmente en la Mirada de las alturas o la de los ángeles), pero en las más tiernas faltaron acaso más progresiones dinámicas cercanas al pianissimo, un poco de énfasis sobre los claroscuros, incluso algo de misterio: así, si la apertura con la Mirada del Padre resultó impecable en su medida y su claridad y El beso del Niño Jesús fue perfecta en su calma cargada de tensión, la inocente Mirada de la Virgen resultó un tanto superficial, la Mirada del silencio, algo plana, y el Duermo, pero mi corazón vela, hermosísimo poema de amor, sonó tierno, emotivo, pero acaso falto de una mayor vaporosidad, no siempre conviene levantar por completo el velo del misterio.

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