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'Tristeza de amor' para el más fiel Sancho Panza

  • La memoria popular vincula al actor navarro con su papel televisivo de facha en la horrenda 'Lleno, por favor'.

El iracundo Ceferino Reyes, un emigrante que se encuentra con los años con una España bien diferente a la que dejó, tenía la misma pinta que el detective Areta, pero en su forma de ser tenía mucho más que ver con el propio Landa: un profesional curtido como un pergamino sabio, que aterrizaba pasado de vueltas en su propio pasado, capaz de convertir empeños alimenticios en esmaltes perdurables.

Ceferino, su ofuscado productor de radio que se reencuentra con su mujer fatal y con la que remonta su carrera y su corazón, tuvo algo de autobiografía profesional. Era el retrato de un Landa que ya no se iba a bajar los pantalones y que degustaba aún el reciente prestigio de Los santos inocentes.

En el verano en que Butragueño intentó abrir en México el carril para que rematara Iniesta, Landa recibía el aprecio popular con la serie Tristeza de amor, coprotagonizada junto a Concha Cuetos, tiempo antes de meterse a farmacéutica, y que entonces era esposa de Manuel Ripoll, director de este melodrama homenaje a la radio. Esta producción de TVE de 1986, cuando TVE sólo había una y poco más, se adelantó en un decenio a lo que estaría por llegar en las privadas desde la estela de Farmacia de guardia y, sobre todo, de Emilio Aragón. Historias reconocibles y cercanas, asequibles, con conocidos actores de la tierra. Carlos Larrañaga (tras Los gozos y las sombras), Eduardo Fajardo o una pipiola Emma Suárez formaron una Tristeza de amor en estado de gracia, recordada también por la banda sonora del lacónico Hilario Camacho. Landa tuvo ahí su revancha de la acartonada adaptación de Ninette y un señor de Murcia junto a Juanjo Menéndez que habría necesitado unos actores menos talluditos en 1985.

El malogrado actor siempre tuvo tanto trabajo en la pantalla grande que en sus buenos años no se prodigó en la televisión, cuando se la concebía aún como un destino menor. Para el prolífico Jaime de Armiñán, a mediados de los 60, protagonizó varios dramáticos (no eran series en sí), como Confidencias y Tiempo y hora y un puñado de Estudio 1. Cuando se vio obligado a decantarse por la pantalla de casa ya se estaban extinguiendo las grandes producciones rodadas en celuloide. El Quijote de Manuel Gutiérrez Aragón, en 1991, es el epílogo, junto a La Regenta, de una forma mimada de hacer adaptaciones literarias para la televisión pública. Como el más acertado Sancho Panza que vio un paisaje manchego, junto a las espigadas sombras de los molinos y de un sublime Fernando Rey, Landa cerró un capítulo de RTVE y a partir de entonces, descubierto por una nueva generación de espectadores que ahora ronda los treinta años, protagonizó varias series facilonas, remedos de su landismo cinematográfico, y que han marcado algunos de sus injustos tópicos que le acompañaban entre sus seguidores más jóvenes.

En Lleno por favor, en 1993, de Vicente Escrivá para Antena 3, encarnaba a un empresario nostálgico folclórico que convertía a Blas Piñar en todo un progre. Don Pepe sólo creía en "Franco y en don Santiago Bernabéu". Era difícil creerse, por ejemplo, los papeles que hacían Miki Molina o Lydia Bosch. Beatriz Carvajal, siglos antes de irse a vivir a La que se avecina, hacía de sufrida esposa del malencarado gasolinero. Mejor que no la repongan. Recuperando también un modesto éxito en el cine, pasó con indiferencia con Por fin solos, y después con En plena forma, otras ficciones para Antena 3 que quedaron arrinconadas, por fortuna, en el olvido.

Llegó a ser hermano de Bonilla y Resines en Los Serrano. Fueron tres capítulos y no tuvo que soñar con un suicidio para escapar de la taberna de cartón piedra. Le faltó en su recta final alguna buena comedia en la televisión que hubiera estado a la altura de su empaque. Algún proyecto que le hubiera dorado su presencia en casa como eterno invitado en Cine de barrio.

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