En un rincón del mundo | Crítica de teatro
Otro mundo es posible
Es lo que tiene el agua, que se convierte en barro. Casi se ahoga el mono. La tormenta de la una de la mañana zanja la primera sesión nocturna del Monkey Week y corta el punto a la gente, que se queda a medias, con el cuerpo interruptus, sin poder escuchar a tres de los cinco grupos del cartel.
Tuvieron suerte Andrew Bird, el peculiar cantautor de Illinois, y los sevillanos Pony Bravo, pero las propuestas de Luger, los veteranos alemanes Faust y Chrome Proof cayeron en saco roto. Cayeron varias mantas de agua en minutos eternos y pa la casa con la mesa de sonido empapadita y la pulsera del MW que delata y condena a los fieles seguidores del mono con escafandra.
Antes de la gran mojada, Andrew Bird colgó en la puerta un cartel pidiendo silencio al personal, un poco de respeto por favor, y se conoce que nadie echó cuentas al mensaje y el músico americano, el Kurt Savoy de la parte de Arkansas, comparte ahora silbidos con charlas, violín y palique, hay mucha gente de gañote que acude a un concierto como quien va a departir con los colegas y otra mucha gente paganini que trata de escuchar entre la marabunta. Andrew Bird se hace con las riendas del Monasterio de La Victoria a duras penas, con bufanda y sonidos bucólicos, pajaritos de estampida, sonidos pregrabados y fantasmas del pasado, aires orientales, aires despreocupados, misterio y sabor a algo diferente. Para quienes exigen que un artista se parezca a otros, el abismo. Bird no se parece ni a sí mismo, aunque por supuesto atrapa ideas al vuelo y hasta se permite el lujo de ofrecer una versión irreconocible de Oh sister, de Bob Dylan. El maestro no se mosqueará, él mismo moldea su obra a su gusto. Por cierto, va a caer una dura lluvia.
De pronto, un fallo de sonido, cierto desconcierto que Andrew vence con su particular modo de entender el folk mundial, donde confluyen el country americano y los arreglos tradicionales irlandeses, lo clásico y lo etéreo. El artista sale airoso del trance con un notable recital. El tiempo es un océano, pintan la cerveza de verde, sábado noche social y pinturero, y un montón de jóvenes y mayores sentados alrededor del patio conventual. No vea la que va a caer, barrunta el mono con anorak, que antes dibuja signos de interrogación en el cielo mientras suenan los Pony Bravo, que cantan ingeniosas cosas como "Hace falta, niña, un poco de acción", unas gracias superlativas y sobrevaloradas, la voz dentro de una caverna, un ángel desangelado, algo de ritmo pastillero para romper el ritmo al tedio y alguien musita que los conciertos más simples y casi anónimos suponen el verdadero encanto del Monkey Week, a la vista de que el mono no busca cabezas de cartel, prefiere las promesas a las realidades y toca madera. La nochecita recuerda la penúltima función de rayos y truenos del Espárrago Rock, cuando Lou Reed se quedó esperando a que saliera el sol. Y el agua se transformó en barro.
No vale nadar y guardar la ropa ante esta tromba. En la oscuridad del Monasterio los madrileños Luger, que quieren llevar a gala su nombre heroico que se concentra en un gatillo, hacen un pequeño intento de estar ahí, pero el cielo estalla en otro gran trueno y les dice 'ni intentarlo, muchachos'. Afuera, los músicos que tocan encima de un autobús ven cómo un viento huracanado se lleva la protección, se pifia el equipo de sonido y el césped donde apaciblemente unos pocos seguidores estaban encantados de la nochecita se convierte en lodo. El matrimonio que vende hamburguesas se alegra de haber alquilado una casita de madera y no la carptita baratita que les ofrecieron porque a estas alturas de vendaval no quedarían ni hamburguesas, ni ketchup ni nada. La fábula de los tres cerditos salvó el negocio.
En el interior, los más confiados esperan a que escampe acodados en el bar de chapa mientras se trasiegan las copas. Al principio, todo es muy divertido y Salvador Catalán, un hombre de mundo y uno de los mayores expertos musicales de la provincia, recuerda a aquel grupo escocés al que se le vino el escenario encima en un Festival de Benicassim glorioso en el que la gente jugó a Woodstock. Aquí la gente no juega a Woodstock en los muros de la antigua cárcel en la que el patio es una piscina. Pese a que el principal escenario está tapado con una carpa, los altavoces están recibiendo el castigo del aguacero. Al escenario no se sube nadie.
César Guisado, uno de los organizadores del Festival, no contaba con esto: "Estábamos preparados para que cayera algo de lluvia y se podía haber seguido adelante, pero con este aguacero es una temeridad subirse al escenario, nadie puede prever semejante tromba". A esa hora, y no son las dos y pico de la mañana, ya sabe que hay que suspender, por mucho que los claustros del Monasterio estén aún atestados de gente que han pasado de comentar grandes tormentas del rock a pensar qué es lo que van a hacer en los próximos minutos. La duda se transforma en desfile hacia el exterior, mientras un buen grupo de asistentes pasa un entretenido rato entre las columnas del vestíbulo, sentados en el enmoquetado espacio, escuchando los sonidos de la lluvia. Podía pasar y pasó.
Entre los últimos en abandonar el barco se encuentra el cantante Nacho Vegas, que ha venido a El Puerto de civil, a escuchar. Alguien que pasa a su lado le susurra esa canción compuesta por él que se arrancaba con un "parece ser que va a llover". Es una canción que viene muy a cuento esta noche porque en la narración de Nuevos planes, idénticas estrategias Vegas nos contaba el ambicioso plan de un grupo de ciudadanos reclutados en el Carrefour y que se reunían en los aeropuertos para hablar en los smoking rooms del Gobierno y del tiempo. Porque en esas estamos en estos momentos, hablando del tiempo y acaso del Gobierno, pero desde luego nadie de los presentes va a escuchar ya a Faust. Así que dentro de los nuevos planes y las idénticas estrategias, todos nos vamos a dormir. Siempre nos quedará el spotify. 30 litros por metro cuadrado devuelven el Monasterio al silencio. Huele a lluvia. Es agradable. Como decía aquella canción con la que nos vamos tarareando: "Como buen occidental, sé nadar igual que un pez en un mar de mediocridad". Pues eso.
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